En algún rincón de cualquier casa cubana —y de muchas del mundo también— se repite una escena casi teatral: el niño, con apenas cinco o seis años, toca la pantalla del celular con más destreza que su abuela pone café. Dedos veloces, ojos brillando, y una tranquilidad casi sospechosa mientras la criatura queda hipnotizada por los colores y sonidos de un mundo que, sin dudas, lo entiende mejor que muchos adultos.
Y es que en este siglo XXI, donde la tecnología lo permea todo, hemos pasado de cantarle a los niños «duérmete mi niño» a ponerles un video de YouTube para que coman tranquilos. En lugar de plastilina, juegan con filtros de TikTok. En vez de cuentos antes de dormir, escuchan voces mecánicas que narran fábulas en canales que no sabemos ni quién creó. ¿Y los padres? A veces, sin darnos cuenta, les entregamos el teléfono como quien da un caramelo… pero ese “caramelo digital” viene cargado de algoritmos, impactos psicológicos y muchas veces, poca pedagogía.
La gran pregunta que muchos no se atreven a mirar de frente es: ¿quién está educando a nuestros niños hoy? ¿Nosotros, con nuestras palabras, cuentos, ejemplos y correcciones, o ese universo digital al que acceden con una facilidad pasmosa, donde todo está a un clic y nada tiene contexto?.
No se trata de satanizar la tecnología, sería absurdo. El celular y la red, bien usados, pueden ser herramientas increíbles. Hay niños cubanos que han aprendido a sumar con videos, a identificar países con mapas interactivos, e incluso a desarrollar habilidades que sus padres nunca soñaron. El problema no es la red, es el abandono. No es el celular, es la desconexión humana. No son los contenidos digitales en sí, sino la falta de compañía y guía que los rodea.
Muchos padres dicen: “Es que él se entretiene ahí, no molesta” y es verdad, no molesta, pero, ¿a cambio de qué?, ¿sabemos si eso que consume le está enseñando valores, reforzando el respeto o estimulando la imaginación? o es puro ruido, retos virales absurdos, bailes sin sentido y mensajes vacíos? Y lo más preocupante: ¿sabemos si detrás de esa pantalla hay alguien hablándole al oído de forma peligrosa?.
La educación no es solo mandar a la escuela, es acompañar, conversar, poner límites, es saber decir “no” cuando hay que hacerlo. Es también sentarse y ver un video juntos, explicar qué está bien y qué no, preguntar qué entendió, porque, de lo contrario, los niños crecen conectados, pero solos, entretenidos, pero vacíos.
Hoy, un niño que apenas sabe leer puede encontrar cualquier cosa en Internet, pero eso no significa que entienda lo que ve. Ahí es donde debe entrar el adulto.
Dicen que el hogar es la primera escuela. Hoy, más que nunca, esa escuela debe incluir alfabetización digital. Enseñar a los niños a usar la tecnología, no a ser usados por ella y sobre todo, recordar que ningún dispositivo, por inteligente que sea, puede reemplazar una conversación sincera, una mirada atenta, un abrazo justo a tiempo.
Educar no es fácil. Educar en la era digital, menos todavía. Si nosotros, los adultos, no lo hacemos, el celular lo hará. Y entonces, la pregunta ya no será “¿quién educa a quién?”, sino “¿por qué dejamos que nos reemplazaran?”.