Si uno se detiene un segundo a pensar en lo que realmente significa educar, en ese arte de sembrar ideas como quien riega un árbol sabiendo que no verá sus frutos, entonces tiene que hablar, tarde o temprano, de José de la Luz y Caballero. Y no solo como nombre de escuela o busto solemne en una esquina. Hay que hablar de él con carne y alma, como lo que fue: un sembrador silencioso de patria.
Nació en La Habana, en 1800, en una familia acomodada y culta, lo cual le dio acceso a una educación privilegiada desde joven. Pero Luz no se conformó con repetir lo que aprendía. Se preguntaba, analizaba, dudaba, y eso, en su época, ya era una rebeldía.
Estudió Filosofía y Ciencias en La Habana y luego viajó a Europa. Allá respiró los aires de la Ilustración, conoció ideas que aún eran peligrosas en estas tierras, y se empapó de la ciencia y la ética como herramientas de emancipación. Viajó también a Estados Unidos, donde conoció a Emerson y a otras figuras del pensamiento trascendentalista. Esa mezcla de culturas, saberes y contextos no lo mareó ni lo hizo imitar: al contrario, lo reafirmó. Volvió a Cuba convencido de que lo primero que había que liberar era la mente.
Y aquí empieza lo verdaderamente grande de Luz. Porque pudo haberse quedado en el papel de filósofo de salón, o académico elitista. Pero eligió otro camino. Se dedicó a enseñar, a formar, a modelar almas. Y no de cualquier manera. Él no enseñaba para que repitieran lo que él pensaba, sino para que pensaran por sí mismos. Y eso, en una colonia acostumbrada a la obediencia ciega, era casi revolucionario.
Creó el Colegio El Salvador, un centro que no era grande en recursos, pero sí inmenso en principios. Allí formó a generaciones enteras de cubanos que luego serían decisivos en la historia del país. Céspedes, Varela, Agramonte, Rafael María de Mendive… muchos de los hombres que después dieron cuerpo a la independencia cubana pasaron por su influencia, directa o indirecta. Luz no les enseñó a empuñar el machete, pero sí a entender por qué algún día sería necesario.
Lo curioso es que no dejó casi nada escrito. Hay pocas obras firmadas por él, lo cual parecería una pérdida si no fuera porque dejó algo más duradero: dejó discípulos. Su método era la palabra viva, la conversación, la observación del alumno como un todo. No educaba con fórmulas, sino con ejemplo. Hay quien dice que podía pasar horas hablando con un joven solo para descubrir cómo pensaba, qué temía, qué deseaba. Y no para corregirlo, sino para acompañarlo.
Uno de los detalles menos conocidos —pero más reveladores— de Luz es que, siendo hombre profundamente religioso, rechazó siempre el dogma. Decía que no había contradicción entre fe y razón, siempre que la fe no ahogara el pensamiento. Por eso defendía el estudio de las ciencias, la filosofía moderna, el espíritu crítico. “Instruir puede cualquiera —dijo alguna vez— educar, solo quien sea un evangelio vivo”. Y él lo fue.
También fue firme defensor del derecho a la educación de todos, sin importar clase o color. Esto, en una Cuba donde la esclavitud aún era legal, era una bomba ideológica. No hacía discursos estridentes, pero sus actos eran una revolución tranquila. Enseñó a mulatos, criollos pobres, hijos de familias humildes, con el mismo esmero que a los hijos de la élite. Y nunca aceptó que la escuela fuera un lugar de memorismo, sino de conciencia.
Tenía un respeto profundo por el talento. Cuentan que cuando conoció a Félix Varela, se arrodilló frente a él y lo llamó “el primero que nos enseñó a pensar”. Así era Luz: no tenía miedo a reconocer la grandeza en otros, porque no le interesaba brillar él, sino que brillara Cuba.
Tampoco buscó protagonismo político, pero su pensamiento fue la raíz de muchas acciones futuras. Martí, que no lo conoció personalmente pero lo estudió a fondo, lo llamó “el silencioso sembrador de la libertad”. Porque entendió que sin educación, no hay nación. Que sin pensamiento, no hay redención posible.
Luz murió en un 22 de junio de 1862, con 62 años, y dicen que hasta el final de su vida enseñó.
Su nombre, como suele pasar con los verdaderos sabios, fue más pronunciado después de muerto que en vida. Pero su legado no es de piedra ni de papel, está en la forma en que muchos maestros cubanos se miran al espejo de su oficio.