Hay nombres que parecen no necesitar presentación, Vincent van Gogh es uno de ellos. Basta escucharlo para que la mente se llene de girasoles, cielos turbados de azules imposibles y autorretratos donde sus ojos, profundos y cansados, interrogan al espectador. Pero detrás de esa fama tardía, del mito del artista incomprendido, hay una historia mucho más humana, llena de detalles que suelen quedar sepultados bajo el brillo del genio.
Van Gogh nació el 30 de marzo de 1853 en Zundert, Países Bajos, en el seno de una familia protestante modesta. Pocos recuerdan que antes de convertirse en pintor, Vincent intentó ser muchas otras cosas: fue comerciante de arte en la galería Goupil & Cie, predicador protestante en Bélgica, maestro sustituto y hasta vendedor de libros. Su vida parecía destinada a la inestabilidad, al fracaso tras cada intento, pero en todos esos oficios siempre apareció un rasgo común: la necesidad de dar sentido a su existencia a través de algo más profundo que el dinero.
Un detalle desconocido:inspirado en la fe de su padre. En el pobre distrito minero de Borinage, en Bélgica, convivió con los trabajadores del carbón. Se dice que repartía su ropa, dormía en el suelo y compartía la miseria con los mineros. Esa experiencia lo marcó para siempre: de ahí salió la mirada compasiva hacia los humildes que más tarde aparecería en cuadros como Los comedores de patatas (1885), donde no hay brillo ni ornamento, solo manos huesudas y rostros gastados.
Van Gogh no aprendió a pintar en academias prestigiosas como muchos de sus contemporáneos. Fue un autodidacta testarudo, que copiaba grabados, estudiaba a los maestros flamencos y observaba con obsesión a los campesinos. Al principio, sus obras eran sombrías, dominadas por tonos marrones y ocres. Nadie imaginaba que de esos lienzos oscuros nacería el estallido de color que lo haría eterno.
Su vida fue una sucesión de ciudades y mudanzas: Holanda, Bélgica, París, Arlés, Saint-Rémy, Auvers-sur-Oise… en cada lugar dejó una huella, y en cada cambio, la promesa de empezar de nuevo. En París conoció a los impresionistas y su paleta cambió radicalmente. Descubrió el amarillo brillante, el azul intenso, el trazo vibrante. Allí trabó amistad con Paul Gauguin, otro espíritu atormentado con quien terminaría en una de las disputas más famosas del arte.
Muchos creen que Vincent se cortó la oreja entera después de una pelea con Gauguin, pero los registros médicos indican que fue solo el lóbulo. El episodio ocurrió en diciembre de 1888, en Arlés. Tras discutir violentamente con Gauguin, Van Gogh, en un ataque de desesperación, se hirió a sí mismo y envolvió el trozo de oreja en un papel, entregándoselo a una prostituta de un burdel cercano con una frase escalofriante: “Guárdalo bien”.
Otro dato poco divulgado: no toda su obra fue fruto de la soledad absoluta. En Arlés, soñaba con fundar una “comuna de artistas”, un espacio donde la creación fuera compartida. Invitó a Gauguin a vivir con él en la famosa Casa Amarilla. Aunque el experimento terminó mal, la idea mostraba que Vincent no era un hombre aislado por voluntad, sino alguien que anhelaba profundamente compañía, reconocimiento y afecto.
En cuanto a su relación con la familia, el vínculo más decisivo fue con su hermano Theo Van Gogh, marchante de arte que lo sostuvo económica y emocionalmente hasta el final. Entre ambos circularon más de 700 cartas, uno de los testimonios más conmovedores de amor fraternal en la historia. En esas cartas, Vincent se muestra frágil, agradecido, atormentado, pero también lleno de ternura y humor. Sin Theo, probablemente el pintor no habría resistido tanto tiempo.
De su vida amorosa poco se habla con claridad. Tuvo varios romances truncados, muchos con mujeres mayores o en situaciones complicadas. Estuvo profundamente enamorado de su prima Kee Vos-Stricker, viuda, quien lo rechazó con un famoso “¡No, nunca, nunca!”. Más tarde convivió con una mujer llamada Sien, una prostituta con una hija pequeña, a quienes acogió durante un tiempo. Esa relación, que escandalizó a su familia, muestra un costado poco explorado: Van Gogh no solo pintaba a los marginados, también intentaba rescatarlos de la exclusión social.
La enfermedad mental fue su sombra constante. Hoy se especula si padecía bipolaridad, epilepsia del lóbulo temporal, esquizofrenia o intoxicación por plomo de las pinturas. Lo cierto es que sufría crisis devastadoras. En 1889 se internó voluntariamente en el sanatorio de Saint-Rémy, donde pintó obras maestras como La noche estrellada. Es fascinante pensar que ese cielo turbulento, que hoy simboliza la belleza del universo, nació en una celda, tras las rejas de una ventana.
Su final es conocido, pero aún guarda incógnitas. El 27 de julio de 1890, en un campo de trigo de Auvers, Van Gogh recibió un disparo en el pecho. Oficialmente se trató de un suicidio, sin embargo, investigaciones recientes sugieren que pudo haber sido accidental o incluso causado por unos jóvenes que jugaban con un arma. Lo cierto es que caminó herido hasta la posada donde se alojaba. Theo llegó a tiempo para acompañarlo, y dos días después, Vincent murió. Sus últimas palabras fueron: “La tristeza durará para siempre”.
Durante su vida vendió apenas un cuadro: La viña roja. Hoy, su obra se cotiza en millones y sus exposiciones congregan multitudes. Pero más allá del mito, Van Gogh sigue siendo el hombre que pintaba con el alma en carne viva, el que transformó el dolor en color, la angustia en luz.
Y quizá lo más desconocido de él no esté en los museos, sino en sus cartas. Allí, Vincent escribió una frase que resume su vida entera:
“Lo que soy en lo profundo de mi corazón es un hombre que tiene necesidad de afecto”.
Ese era Van Gogh. No solo el genio atormentado ni el mártir del arte, sino un ser humano que buscó desesperadamente amor, y que en ausencia de este, lo volcó todo en los lienzos.