Hay días en los que uno se levanta con el alma en chancletas. Días que empiezan con apagón, siguen con el agua cortada y terminan con una noticia que te aprieta el pecho. Días en que parece que el mundo conspira para probar tu paciencia, tu optimismo, tu capacidad de seguir apostando por algo mejor. Días en que lo único que uno quiere es parar el mundo un momentico, bajarse en la próxima esquina, respirar.
Y es en medio de ese trajín, entre la escasez, las colas, la carga emocional de vivir en modo sobreviviente, donde el abrazo se vuelve algo sagrado. Sí, sagrado, porque un abrazo, aunque parezca simple, tiene el poder de apagar incendios invisibles. Un abrazo te salva de ahogarte cuando no puedes más con el silencio, con la incertidumbre, con el dolor ese que no siempre se dice.
Aquí, en esta islita del Caribe donde la gente se inventa la vida todos los días con cuatro cosas, los abrazos son una forma de resistencia. Mucha gente no te abraza por protocolo: te abraza con el alma. No importa si es en una sala oscura porque se fue la corriente, en una cola tensa bajo el sol, o al volver de la calle con el corazón cargado. El abrazo cubano no es de cartón, es de carne, hueso y emoción. Es fuerte, cerrado, cálido, con palmaditas incluidas. A veces llorado, a veces mudo.
Y es que en Cuba, cuando la vida aprieta, abrazar es también una forma de decir: “aquí estoy”. No puedo solucionarte el problema, pero puedo compartirlo contigo. Y eso, créeme, ya es mucho.
En estos tiempos donde todo escasea, donde la carne y el huevo son un lujo y el ánimo un bien en extinción, los abrazos no faltan. Siguen saliendo de los brazos de una madre que te recibe después de un día malo. De una amiga que, aunque esté igual de agotada que tú, te ve los ojos y sin decir nada te recoge en los suyos. Del vecino que te estrecha la mano y termina metiéndote en el pecho con fuerza, como diciendo: “¡qué clase de guerra esta que estamos viviendo, mi hermano, pero seguimos de pie!”.
Y también hay abrazos que uno da sin darse cuenta: cuando cargas a un niño dormido en medio de un apagón, o cuando sostienes a tu abuela para ayudarla a caminar o le das un beso a tu pareja, aunque no tengas fuerzas ni para hablar. Esos son abrazos disfrazados de gestos cotidianos, pero que valen igual o más.
Los abrazos son, en estos tiempos tan difíciles, una especie de código emocional que no necesita palabras, son silencios que dicen mucho, son un refugio contra el desaliento, una forma de sanar sin bisturí ni pastillas. Aquí, donde los psicólogos no dan abasto, un buen abrazo a tiempo puede valer más que mil consultas.
Y cuando la ansiedad toca la puerta porque no sabes cómo llegar al final del mes, o al final del día, un abrazo puede hacer la diferencia entre rendirse o seguir. Es como si alguien te recordara: “no estás sola”, “esto también va a pasar”, “te entiendo”. Y eso, en tiempos donde tantos se sienten solos, es vital.
Hay quien dice que los cubanos somos exagerados. Que si hablamos con las manos, que si tocamos demasiado, pero yo digo que en eso está nuestra mejor arma: el afecto. Aquí el abrazo es medicina, es acto de fe, es antidepresivo natural. No cura la falta de comida, pero alimenta el alma, no quita los apagones, pero te enciende por dentro. No cambia el país, pero te recuerda que, incluso en medio del caos, seguimos siendo humanos.
Y es que el abrazo no necesita papeles, ni visa, ni conexión a internet. No hay que recargarlo con datos ni pedirle permiso a nadie. Solo hace falta estar, mirar al otro, abrir los brazos y decir con todo el cuerpo: “yo estoy contigo”.
Porque si algo hemos aprendido los cubanos es que resistir en soledad agota, pero resistir acompañados —aunque sea de una mirada o un abrazo— da fuerza, mucha fuerza.
Así que si hoy el mundo te pesa, si la cabeza está llena y el corazón medio roto… no lo pienses tanto, abraza o déjate abrazar, porque en esta Cuba de remiendos y sueños pendientes, un abrazo no lo arregla todo, pero ayuda muchísimo a seguir.