A veces empieza con una tristeza pequeña. Una que uno cree pasajera, como un mal día o una nube sobre la cabeza. Uno se dice: «ya se me pasará», y sigue, pero la nube no se va, se queda y se hace más densa, gris, pesada. Y un buen día, uno se da cuenta de que ha dejado de reír con ganas, de que las cosas que antes daban placer ahora solo estorban, de que levantarse por la mañana es una batalla, y que hablar con alguien parece un esfuerzo titánico.
Eso no es simple desgano, eso es depresión. Y sí, es una enfermedad, silenciosa, muchas veces invisible, pero real y tan peligrosa como cualquier otra que ataque al cuerpo, solo que esta ataca el alma, el ánimo, el motor de la voluntad.
Lo difícil con la depresión es que muchos no la entienden, ni quien la padece, ni los que están cerca. Hay quien le dice al deprimido “anímate”, como si fuera cuestión de querer. “Sale a caminar, ponte a hacer algo”. Y claro, moverse ayuda, pero cuando uno está en ese estado, el problema no es saber lo que debe hacer… el problema es que no se puede y eso no lo cura el regaño ni la comparación.
La depresión no siempre se nota, muchas veces viene disfrazada: de seriedad, de cansancio y aislamiento. Hay quien sonríe en la calle y se desmorona en casa. Hay quien trabaja, cuida a los suyos, hace lo que tiene que hacer, pero por dentro se siente roto. Por eso no hay que suponer que todo el que se ve “normal” está bien. Y por eso tampoco hay que subestimar los síntomas de quien confiesa no tener ganas de vivir, aunque nos parezca que “tiene de todo”.
Hay quien todavía piensa que ir al psicólogo es para “locos”, o que estar triste es falta de carácter, pero eso es parte del problema. Callar el dolor solo lo profundiza y hay muchas personas que, por miedo a ser juzgadas, no piden ayuda y entonces se hunden más.
La depresión puede venir por muchas razones: pérdidas, duelos, traumas, frustraciones, desequilibrios químicos en el cerebro, agotamiento emocional o por una mezcla de todo. A veces no hay un motivo claro. Solo está ahí, como una sombra y necesita tratamiento. A veces con terapia, otras con medicación o con cambios profundos en la vida, pero siempre necesita comprensión, tiempo, ternura y paciencia.
Lo más peligroso de la depresión es cuando se cruza una línea silenciosa, esa en la que la vida misma empieza a parecer insoportable. Ahí es donde el cuidado debe ser urgente, ahí es donde los abrazos no bastan: hay que actuar, buscar ayuda profesional, hablar, contener. Porque el suicidio no es un acto de egoísmo como algunos piensan: muchas veces es el resultado final de un sufrimiento insoportable que nadie supo o quiso mirar a tiempo.
Por eso hay que cambiar la forma en que hablamos de la depresión. Hay que dejar de decir “estás loco” o “deja el show”. Hay que empezar a decir “te entiendo”, “estoy aquí”, “vamos juntos”.
Hay que cuidar al otro y también aprender a cuidarnos a nosotros mismos, a identificar cuándo estamos mal, a reconocer nuestras propias señales, porque nadie está exento. Todos, en algún momento, podemos atravesar un pozo, lo importante es no quedarse a vivir en él.
La depresión no se ve en una radiografía, pero deja marcas profundas, es una enfermedad y como toda enfermedad, merece respeto, atención y tratamiento. No hay nada de vergonzoso en estar deprimido. Lo vergonzoso sería no hablarlo, no atenderlo y no cuidarnos.
Tal vez, si habláramos más de esto, habría menos gente sufriendo en silencio. Y tal vez, si escucháramos mejor, podríamos salvar vidas con algo tan sencillo —y tan poderoso— como decir: “No estás solo. Aquí estoy. Vamos a salir de esto”.