En una de esas aulas donde debería reinar la inocencia y el bullicio alegre de la infancia, se esconde una historia que duele. Es la historia de una niña de primer grado que, en lugar de aprender a leer con entusiasmo y descubrir el mundo con curiosidad, carga sobre sus pequeños hombros el peso de un dolor demasiado grande: el bullying de tres de sus compañeros.
Para cualquiera, el aula debiera ser un refugio: pizarras llenas de letras torcidas, cuadernos, maestras que enseñan canciones y juegos, pero para ella, cada mañana comienza con un nudo en la garganta. Va a la escuela con el uniforme impecable, el lazo bien puesto, la mochila llena de libretas… y sin embargo, con el miedo escondido en los ojos.
No son los golpes lo que más hiere —aunque también los ha sufrido—, son las palabras que cortan, las burlas repetidas, las risas a coro. Tres niños la señalan, la persiguen con chistes crueles, inventan apodos que se pegan como una sombra que no se despega ni al llegar a casa. En el recreo, cuando los demás corren tras la pelota o juegan a las escondidas, ella prefiere quedarse en un rincón, fingiendo que dibuja o que busca algo en su mochila. En realidad, se esconde.
La familia lo ha notado. Ya no es la misma, ahora llega callada, con lágrimas y una tristeza que no corresponde a su edad. Por las noches, se resiste a dormir porque sabe que el amanecer la obligará a volver a esa aula donde la risa, en lugar de ser alegría, se convierte en castigo.
El sufrimiento se multiplica en casa. La madre, que prepara la merienda cada mañana, lo hace con el corazón apretado, sabiendo que esa lonchera no puede protegerla de las palabras hirientes. El padre, que quisiera resolverlo todo con un gesto, se enfrenta a la impotencia de no poder estar allí a su lado en cada recreo. Ambos comparten la angustia de ver cómo su hija empieza a creer que no es suficiente, que hay algo en ella que merece burla, cuando en realidad lo único que hay es una niña que debería crecer feliz.
El bullying no es un juego de niños. Es una violencia silenciosa que deja cicatrices invisibles, a veces más profundas que un golpe. A esa edad, cada palabra cala, cada gesto hiere, cada rechazo marca. Lo que para algunos puede ser una broma, para quien la recibe se convierte en una sombra que crece y crece, robándole la confianza y el deseo de aprender.
En Pinar del Río, como en tantos otros lugares, estas historias la mayoría de las veces suelen quedarse entre cuatro paredes, susurradas entre padres y maestros, sin que siempre encuentren soluciones inmediatas, pero el silencio también duele. Reconocer que existe este problema es el primer paso para frenarlo, porque detrás de cada niña que sufre hay una familia desgarrada, y detrás de cada burla hay una infancia que se pierde.
Esta pequeña de primer grado representa a muchos otros niños y niñas que hoy, en distintos rincones, enfrentan la misma batalla silenciosa. La diferencia es que no todos se atreven a hablar, y muchos cargan solos con el peso.
La escuela, que debería ser el lugar más seguro, puede en ocasiones convertirse en un campo de prueba para la crueldad temprana. Y la pregunta queda flotando: ¿qué hacemos como sociedad para proteger a los más vulnerables? ¿Qué enseñamos, en la casa y en las aulas, cuando permitimos que la burla sea parte de la rutina? La niña aún sonríe a ratos, todavía busca refugio en los brazos de su madre, aún sueña con ser maestra “para enseñar sin que nadie se burle de nadie”, como dijo un día en voz baja. Mientras tanto, sigue aprendiendo —no solo letras y números—, sino también lo duro que puede ser crecer en un mundo que, a veces, olvida que la ternura debería ser el idioma universal de la infancia.