Se fue Pepe. Pero no como se van los poderosos que se despiden desde grandes mansiones o rodeados de formalidades y banderas a media asta. No. Se fue como vivió: sencillo, honesto, con los pies en la tierra y el alma en lo más alto.
A José “Pepe” Mujica lo conocimos todos. Aunque no habláramos su acento uruguayo, aunque nunca pisáramos el campo que él tanto amó, aunque no supiéramos cómo se maneja un país, él nos enseñó lo esencial: que la política puede hacerse con decencia, que se puede ser presidente y seguir regando las plantas, que no hace falta una corbata para decir verdades.
Pepe era de esos que hablaban bajito pero decían grande. Que no necesitaban gritar para convencer. Su filosofía sencilla nos golpeaba el pecho con una verdad rotunda: “El poder no cambia a las personas, sólo revela quiénes son realmente”. Y él, desde su chacra humilde, desde su escarabajo azul y su mate eterno, nos mostró que el poder, bien entendido, es servicio.
Fue guerrillero, fue preso durante años, fue presidente. Pero nunca dejó de ser hombre del pueblo. No se le subió el cargo a la cabeza. Donaba el 90% de su salario. Vivía en una casa con goteras. Andaba sin escoltas, con los mismos zapatos de siempre. Como si fuera uno más. Porque lo era. Y eso lo hacía único.
Hoy, Uruguay llora. Y no está solo. Desde muchos rincones del mundo hay un nudo en la garganta. Porque se ha ido un referente, un símbolo, un sabio sin libros, un revolucionario de alma mansa. Pepe no necesitó mármol para dejar su huella. La dejó en las conciencias, en los jóvenes que sueñan un mundo más justo, en los mayores que aún creen que todo puede cambiar si hay voluntad.
Dicen que murió en paz, rodeado del amor de Lucía y de los suyos. Y uno quiere creer que fue así. Que se fue tranquilo, sabiendo que cumplió. Que dejó sembrado su mensaje. Que el mundo puede ser mejor si nos despojamos de la avaricia, si miramos más al prójimo que al espejo, si entendemos que la felicidad no está en consumir, sino en vivir con sentido.
Pepe Mujica ya no está. Pero su voz, esa voz pausada que hablaba como quien conversa en la puerta de su casa, seguirá sonando en cada joven que milita con esperanza, en cada abuelo que siembra tomates en su jardín, en cada político que entienda que gobernar es servir.
Hasta siempre, Pepe. Gracias por tanto. No te fuiste: te sembraste.