El 26 de junio no es una fecha para adornar con frases vacías ni con promesas fugaces. Es un día para detenerse, mirarse por dentro y mirar a los lados. Porque cuando hablamos de la lucha contra las drogas, no estamos hablando de un problema ajeno, lejano, o exclusivo de ciertas calles o ciertos países. Estamos hablando de una herida global que sangra todos los días, muchas veces en silencio, otras con estruendo, pero siempre con consecuencias que duelen.
La droga no llega a la vida de alguien como una gran explosión. Llega a veces como un susurro, como una vía de escape, como un engaño disfrazado de alivio. Es una promesa traicionera. Y cuando se instala, va apagando a las personas por dentro: apaga sus sueños, sus vínculos, sus ideas, su esperanza. Pero no sólo se lleva a quien la consume, se lleva también a los que aman, a las familias que se rompen, a las madres que no duermen, a los amigos que no entienden, a las comunidades que ven cómo la vida se les deshace entre las manos.
Por eso esta lucha es tan compleja. No es solo contra el consumo, sino también contra todo lo que lo alimenta: la falta de sentido, la desesperanza, la pobreza emocional, la soledad, la desatención, la violencia disfrazada de ocio. Y tampoco es una lucha que se gane a palos o represión. Se gana con prevención, con escucha, con empatía, con espacios seguros, con educación, con oportunidades reales. Porque detrás de cada adicción, casi siempre hay una historia que no fue contada a tiempo.
Este día, entonces, no es solo para recordar estadísticas —aunque duelan— ni para endurecer leyes —aunque algunas sean necesarias—. Es un día para preguntarnos como sociedad qué estamos haciendo, y qué no estamos haciendo, para que tantos jóvenes terminen creyendo que una sustancia puede aliviar su vacío. Es un día para revisar qué modelos de éxito les estamos mostrando, qué mensajes lanzamos desde los medios, qué espacios de contención les damos.
Y también es un día para dejar de estigmatizar. Porque las personas que caen en el consumo no son criminales por defecto. Son, muchas veces, víctimas de un sistema que los empuja al borde, de una red que los atrapa antes de que puedan pedir ayuda. No necesitan más juicio: necesitan más manos que sostengan, más puertas abiertas, más caminos de regreso.
El tráfico ilícito, por su parte, es una maquinaria perversa que se enriquece a costa de vidas rotas. No tiene patria ni bandera, solo ambición. Se mete en las entrañas de las comunidades más vulnerables y las convierte en zonas de guerra. Se camufla, se corrompe, compra conciencias, infecta estructuras. Y aunque parezca imposible de erradicar, cada acto de prevención, cada vida salvada, cada familia fortalecida, es una pequeña victoria contra su lógica de muerte.
En Cuba, donde tantas veces se ha dicho que la educación es escudo y la cultura es raíz, este día cobra un sentido aún más profundo. Porque prevenir el uso indebido de drogas no es solo tarea de instituciones o campañas oficiales: es tarea también de los maestros que observan, de los médicos que escuchan, de los padres que dialogan, de los amigos que no sueltan, de los artistas que proponen otra belleza, de los periodistas que cuentan la verdad. Es tarea de todos.
Porque cada joven que se salva del abismo es una victoria de la vida. Porque cada barrio que se llena de deporte, arte, proyectos y sueños, es una trinchera contra el olvido. Porque cada familia que habla, que abraza, que acompaña sin juzgar, es un antídoto contra la soledad que mata.
El 26 de junio no es un día para celebrar. Es un día para comprometernos. Para mirar la sombra y decidirnos a encender más luces. Para entender que esta lucha no se libra con armas, sino con humanidad. Y para no olvidar nunca que, detrás de cada número, de cada caso, de cada historia rota… hay una vida que aún podría salvarse.