Dicen que no hace falta un papel para amar, y mucho menos un apellido para querer a un animal. En cada barrio de Pinar del Río hay, sin duda, una historia parecida: un perro o un gato que no es del todo de nadie, pero tampoco está solo. Se pasea de casa en casa, recibe nombres distintos, platos diferentes, caricias multiplicadas, es de todos, o mejor dicho, pertenece al cariño compartido.
Ahí está “Negrita”, por ejemplo. Oficialmente, es del vecino Henry, pero lo curioso es que ella también es un poquito de mi hija, de la señora de la esquina y de la bodeguera que le guarda un pedacito de pan. Negrita responde al nombre que cada quien le pone: “Negrita”, “Morena”, “Princesa”… y va de un patio a otro con la confianza de quien se sabe querida, porque los animales —a diferencia de muchos humanos— no entienden de propiedad, sino de afecto.
En cada cuadra hay un perro callejero que todos conocen, una gata que tuvo crías bajo el portal de alguien y que ahora todos alimentan con sobras o con amor. Son muchas las casas que han tenido su “invitado peludo” alguna vez. Y esas personas que, sin ser sus dueños oficiales, los cuidan, los curan, los nombran y les hablan como si fueran familia, son los héroes anónimos de una ternura que no necesita reconocimiento.
Algunos, como mi amiga Bertha les preparan comida aparte: un poquito de arroz, unas sobras del almuerzo, un huesito escondido en una esquina. Otros se detienen, cuando los ven, solo para decirles “hola”, y el animal, como si entendiera, mueve la cola o ronronea agradecido. Son amores sencillos, sin promesas, sin palabras, pero llenos de lealtad.
Y es que, en realidad, los animales sienten, saben quién los mira con bondad, quién les habla bajito, quién les tiende la mano sin esperar nada a cambio. No necesitan documentos ni vacunas al día para reconocer un gesto noble, por eso, cuando uno de esos peludos te sigue hasta la puerta, cuando te espera al regreso del trabajo o se sienta a tus pies sin pedir permiso, algo dentro de ti se derrite.
Las personas que alimentan animales callejeros —a veces sin tener ni para ellas mismas— cargan con una dulzura distinta. No lo hacen por moda, ni por culpa, ni por “hacer el bien”, lo hacen porque no pueden evitarlo, porque el corazón se les encoge al ver a un ser vivo con hambre o frío.
Hay quienes dicen que eso no tiene sentido, que los animales del barrio “no son de nadie”, que es perder el tiempo. Pero esas mismas personas no saben lo que se siente cuando, después de semanas de cariño, el animal te reconoce entre la multitud, te busca con la mirada o se te echa encima en una explosión de alegría. Ahí no hay dudas: el amor, cuando es verdadero, no necesita contrato.

Pinar del Río está llena de esas historias pequeñas y maravillosas. Gente como Carmen que ha hecho de su portal un refugio improvisado, que guarda cajas viejas para que los gatos se protejan del sereno, que adopta a los “sin nombre” y les pone uno nuevo, como si así también les dieran una segunda oportunidad.
Porque cuando un animal callejero recibe un nombre, deja de ser invisible. “Pelusa”, “Chico”, “La Flaca”, “Rufino”, “Maya”… Cada apodo es una declaración de amor silenciosa, una forma de decirle: “te veo, existes, importas”. Y en ese gesto se esconde una ternura que va más allá de la pobreza, del cansancio o del tiempo.
Lo hermoso de todo esto es que esos animales, aunque algunos tengan un “dueño oficial”, saben reconocer a quienes los cuidan. Van y vienen, libres, como quien tiene dos casas y dos corazones. Negrita, por ejemplo, dormirá en el patio de Henry, pero come en el de mi hija, y cuando la llaman por cualquiera de los dos nombres, acude feliz, moviendo la cola, porque en su mundo no hay dueños ni fronteras, solo cariño.
A veces pienso que los animales nos enseñan lo que nosotros olvidamos: la lealtad sin condiciones, la gratitud sin palabras, la capacidad de amar sin esperar nada. Son maestros silenciosos que nos recuerdan que los vínculos verdaderos no se miden en papeles, sino en gestos.
Y por eso, cuando cae la tarde en Pinar del Río, siempre se puede ver a alguien dejándole agua y comida a un perro del barrio, a una niña acariciando al gato del vecino, o a una señora preocupada porque “el negrito de la esquina” no ha venido a comer. Esa gente humilde y buena mantiene viva la parte más noble del ser humano: la compasión. Porque en este mundo donde a veces falta tanto, lo que nunca debería escasear es el amor. Y quien alimenta a un animal que no es suyo, en realidad está alimentando también la esperanza de todos.














