El 10 de octubre es el Día Mundial de la Salud Mental y cuidar de ella es también aprender a alejarse de quienes la dañan y entender que siempre hay caminos para sanar cuando alguien se atreve a tender la mano
En Cuba solemos pensar que estar saludables significa no tener fiebre, no sufrir dolores en el pecho o mantener el azúcar bajo control. La salud, en la conversación diaria, casi siempre se asocia con lo físico. Sin embargo, hay un territorio silencioso, invisible y a veces olvidado, que sostiene cada gesto y cada esfuerzo: la salud mental. Y cuando ella se tambalea, todo el cuerpo lo resiente.
En Pinar del Río lo sabemos bien. Basta caminar por cualquier barrio para encontrar señales. La vecina que se pasa la noche en vela, preocupada por los hijos que emigraron; el muchacho que perdió la motivación en medio de tantas dificultades y apenas sale de su cuarto; la madre que, entre colas interminables y apagones, siente que la paciencia se le va como el agua entre las manos. Esos no son simples “nervios” ni “manías” pasajeras: son heridas emocionales que también merecen atención.
Un peso que no siempre se ve
Los médicos de familia reciben cada vez más pacientes con síntomas que no aparecen en un análisis clínico. Ansiedad, tristeza persistente, agotamiento emocional. Muchas veces se esconden bajo dolores de cabeza, gastritis, palpitaciones. Es el cuerpo gritando lo que la mente no se atreve a decir, pero incluso así, sigue pesando el estigma. En el imaginario colectivo todavía se cree que ir al psicólogo es para “locos”, que hablar de sentimientos es señal de debilidad.
Y esa cultura del aguante, heredada de generaciones que aprendieron a resistir en silencio, ha hecho daño. Nos enseñaron a callar, a resolver solos, a “no dar pena”, pero la verdad es que nadie es de hierro y todos, en algún momento, necesitamos desahogarnos, pedir ayuda, tener un hombro que escuche sin juzgar.
La salud mental como brújula
Hablar de salud mental no es solo hablar de enfermedades psiquiátricas. Es también hablar de equilibrio, de bienestar, de esa capacidad de levantarnos cada mañana a pesar de los tropiezos. Es poder reírse en medio de la carencia, mantener relaciones sanas, encontrar un motivo que nos empuje hacia adelante.
La mente sana es brújula, sin ella, la vida pierde dirección, y lo vemos en los más jóvenes: muchachos atrapados en la incertidumbre, con proyectos truncados, que sienten que sus esfuerzos no encuentran recompensa. Lo vemos en los adultos, obligados a multiplicarse para sostener a sus familias, con poco tiempo para ellos mismos. Lo vemos en los ancianos, que cargan con la nostalgia de lo que se fue y con la soledad que a veces aprieta más que cualquier enfermedad física.
El espejo de la comunidad
La salud mental no es un asunto individual. Es también un reflejo de la comunidad. Si el barrio carece de espacios culturales, si no existen actividades que alivien el estrés, si la gente vive más preocupada que esperanzada, el desgaste se multiplica. Al contrario, un parque con música, un grupo que organiza actividades, una peña literaria o un partido de béisbol entre vecinos puede convertirse en un antídoto contra la depresión y la desesperanza.
Por ejemplo, más de una vez se han organizado encuentros comunitarios para acompañar a familias afectadas por huracanes. Ese simple gesto —estar juntos, cantar, conversar— tiene un poder terapéutico enorme, porque la salud mental no siempre depende de fármacos; muchas veces se sostiene en la solidaridad, en la compañía, en el saber que no estamos solos.
Los nuevos retos
La era digital también ha traído desafíos. Las redes sociales, con su bombardeo constante de imágenes irreales, generan frustraciones. Muchos comparan sus vidas con lo que ven en una pantalla, sin entender que allí casi todo es apariencia, y esa presión de “no estar a la altura” se traduce en ansiedad, inseguridad, baja autoestima.
Por otra parte, la inmediatez de la información, el exceso de noticias negativas, el miedo al futuro y la incertidumbre económica son cargas que desgastan la mente adulta. En cada conversación cotidiana se cuelan expresiones de agotamiento: “no sé hasta cuándo vamos a resistir”, “esto me tiene loco”, “ya no puedo más”. Y no son frases vacías: son gritos de quienes necesitan descanso emocional.
La importancia de hablar
Quizás lo más urgente sea derribar el silencio, nombrar las cosas por su nombre, decir “estoy triste”, “me siento ansioso”, “necesito ayuda” y hablar de salud mental como hablamos de hipertensión o diabetes. Quitarle el velo de tabú y tratarla con la misma seriedad, porque una sociedad no es sana si sus miembros no logran estar en paz consigo mismos.
En Pinar del Río, varios psicólogos y psiquiatras han insistido en la importancia de la prevención, de no esperar a que la tormenta sea insostenible para buscar apoyo y también en la necesidad de que las instituciones, desde las escuelas hasta los centros de trabajo, incorporen espacios de bienestar emocional: talleres, charlas, actividades recreativas.
Una tarea colectiva
La salud mental no puede ser responsabilidad de unos pocos, es un reto colectivo. Cada familia, cada barrio, cada centro laboral tiene un papel. A veces basta con escuchar sin juzgar, con ofrecer compañía, con reconocer que pedir ayuda no es debilidad, sino valentía.
Porque al final, de nada sirve un cuerpo fuerte si la mente se derrumba. La salud mental es la otra mitad de la vida, y cuidarla no debería ser un lujo ni un tabú: es un acto de amor hacia nosotros mismos y hacia los demás.
Quizás el mayor desafío de nuestro tiempo sea aprender a mirar hacia adentro, a reconocernos vulnerables, a entender que la verdadera fortaleza está en aceptar que no podemos con todo y que apoyarnos en otros no nos resta, sino que nos humaniza.
En un país donde tanto se habla de resistencia y heroísmo, tal vez el próximo paso sea recordar que también tenemos derecho al descanso, a la risa, a la calma. Que también tenemos derecho a la salud mental.