En Pinar del Río, las madres solteras son casi heroínas anónimas. Caminan las calles desde bien temprano, con la mochila del niño a la espalda y el pensamiento puesto en lo que hay que resolver antes de que caiga la noche. No es solo la maternidad lo que las define, es el espíritu de resistencia que las hace seguir, aun cuando el panorama parece cuesta arriba.
En cada barrio hay muchas de ellas: en la avenida Martí; en el reparto Hermanos Cruz; en el mismo centro de la ciudad, o en algún caserío de Consolación, San Juan o Minas.
El reto no es pequeño: los precios siguen subiendo, la comida escasea, el transporte se vuelve un viacrucis y la electricidad juega a las escondidas con los apagones. Aun así, estas mujeres hacen malabares en la cocina, y hasta con el pulóver puesto al revés de tanto apuro, mantienen la voluntad intacta.
Ser madre soltera es, además, aprender a defenderse. Muchas veces el padre no pasa la pensión o, simplemente, se desentiende, y ellas deben acudir a Trabajo Social, hablar con el abogado, la FMC, insistir en el Tribunal si es necesario. No es fácil, pero en el rostro de sus hijos encuentran la fuerza que las sostienen.
En algunos lugares, la comunidad juega un papel importante: las vecinas que cuidan al niño mientras la madre va al policlínico, el abuelo que lo recoge de la escuela en bicicleta, la amiga que presta un uniforme cuando el del pequeño se rompió. Esa red de apoyo es vital.
Aun así, la mayoría de las madres solteras no se detiene. Si la jornada laboral termina tarde se apresuran a llegar a casa, preparar la cena, revisar las tareas escolares, bañar al niño y ponerlo a dormir. Cuando todo está en silencio hacen otras tareas que quedaron pendientes. No hay descanso largo, la vida siempre las llama a seguir.
Lo más admirable es que, a pesar de las dificultades, no dejan de soñar. Sueñan con que sus hijos estudien y tengan un futuro mejor, con que un día la situación mejore y ya no tengan que preocuparse tanto por el “qué voy a cocinar hoy”.
Las madres solteras son también ejemplo de alegría. Las ves en los actos escolares aplaudiendo con emoción; arreglando el moño de la niña o tomando fotos con el celular, aunque la pantalla esté rota. Cada diploma que reciben sus hijos es como una medalla olímpica ganada después de mucho sudor y desvelo.
También está el otro lado: el cansancio, el peso de sentirse solas en decisiones importantes, la angustia de no saber qué hacer en muchas ocasiones; sin embargo, en lugar de rendirse, se arman de valor, pues quedarse quietas no es opción.
Al final, ser madre soltera es mucho más que un estado civil, es una escuela de vida: es aprender a criar con amor aunque falten lujos, es enseñar a los hijos a ser agradecidos y a respetar a los demás, es demostrar que la fuerza de una mujer puede sostener un hogar entero.
En cada esquina, en cada barrio, hay una historia de lucha que merece ser contada. Son las verdaderas guerreras de esta tierra, las que nunca dejan caer el ánimo ni la sonrisa, las que transforman la escasez en ingenio y el cansancio en impulso. Y, aunque pocas veces lo digan en voz alta, sueñan con un futuro en el que la vida sea un poquito más fácil, en el que la carga sea más ligera.
Si algo tienen claro es que sus hijos son su mayor obra, su legado, y en esa certeza encuentran la motivación para levantarse cada día, mirar al cielo pinareño, y decirse a sí mismas: “Vamos, que todavía queda mucho por hacer”.