Hay cosas que uno no olvida, como aquella tarde en que una madre alzó en brazos a su hija con parálisis cerebral para que pudiera sentir la brisa en la cara, allá en la costa, mientras los demás se bañaban en el mar.
A esa familia de Mantua a la que le dan una reservación, porque uno de ellos es destacado en el trabajo y van a disfrutar una semana a un alojamiento en la ciudad Pinar del Río, y la primera mochila que se organiza es la de la abuela. Por nada del mundo se va a quedar fuera, y la cargan para subir escaleras o para entrarla a la piscina, y ella no deja de reír, porque se siente amada y no un estorbo.
Pienso en Margarita Esquivel, quien dedicó parte de su vida a cuidar a su madre y hasta la llevaba a los talleres de Teatro que impartía para que los niños compartieran con ella, y la tomaba de la mano con ese amor que abría caminos ante los olvidos…
Lo cierto es que hay padres que enseñan a sus hijos a que no se burlen del que camina distinto; que si hay un niño con autismo, se le invita a jugar aunque no entienda todas las reglas, y que la diversidad no se tolera, se celebra.
Como Julia, la señora que vive con esquizofrenia y que pinta flores con crayolas que le regalan los vecinos y no la evitan, al contrario: algunos le guardan papel, otros le dicen que esas flores alegran los días nublados. Y ella, aunque no siempre lo diga con palabras, lo agradece.
Esas familias están construyendo un país, están cambiando el mundo, porque la verdadera inclusión no necesita carteles ni campañas, se forja en el día a día.
Sin dudas, Cuba tiene muchísimo por andar todavía, pero también tiene ejemplos que abrazan y hay lugares en Pinar del Río donde la comunidad aún tiene rostro, donde la familia es fuerza y hay historias que nos reconcilian con la esperanza, por eso, la inclusión no es un lujo, es una necesidad urgente, una manera de mirar, de reconocer que cada ser humano, con su historia, su cuerpo y su ritmo merece estar y ver valor donde otros solo ven carga.
Y sí, hay quienes excluyen. A veces sin darse cuenta, y otras tantas, con toda la intención. Porque incluir a alguien enfermo, con discapacidad, con una condición especial, exige ceder un poco de comodidad, modificar rutinas, asumir silencios, bajar el ritmo, pensar en otros además de uno mismo. Y no todos están dispuestos.
Nadie elige nacer con una condición, ni envejecer o enfermar, pero todos merecen vivir con dignidad. Todos en algún momento necesitaremos de la paciencia ajena, de la empatía y la mano tendida. Nadie está exento. Por eso, la inclusión no puede ser una opción: tiene que ser el camino, y estar claros qué tipo de seres humanos queremos ser.
Seamos honestos: ¿cuántas veces la “comodidad” ha sido excusa para dejar a alguien fuera? ¿Cuántas veces hemos dicho “mejor no lo llevo”, como si incluir fuera un sacrificio en lugar de un acto de amor?
Durante años nos enseñaron a correr, a competir, mirar hacia delante sin girar el rostro a los lados: el que tropieza se queda; el que no llega, se aparta. Pero qué mundo construimos cuando solo llegan los de siempre, cuando los otros no cuentan, cuando a los invisibles les apagamos también las pocas luces que los alumbran.
He visto a niños con autismo abrazar sin palabras, y he escuchado más de una vez a un anciano con alzhéimer decir “te quiero”, como si fuera la primera vez… y también la última. He visto madres que han dejado la vida entre jeringuillas y pañales para que su hijo, discapacitado o enfermo, tenga no solo vida, sino dignidad.
Si algo tienen en común quienes han sido excluidos por años, es que no están pidiendo lástima, piden espacio, y eso se da o no se da.
Lo cierto es que si dejamos afuera a los diferentes, nos volvemos menos humanos y todos, algún día, podemos ser esa persona que hoy dejamos al margen.