Apenas medía metro y medio, pero su estatura real se medía en coraje. Su nombre: Celia Esther de los Desamparados Sánchez Manduley, una mujer que no necesitó pancartas ni discursos grandilocuentes para escribir su lugar en la historia de Cuba.
Nació un nueve de mayo de 1920 en Media Luna, un rincón oriental de la provincia de Manzanillo. Desde niña supo lo que era la vocación de servicio, influida por su padre, el doctor Manuel Sánchez, médico y hombre progresista, quien no solo curaba cuerpos sino también almas.
El ambiente de su infancia fue una mezcla de aroma a caña y rebeldía. Media Luna era un pueblo sencillo, donde la vida giraba en torno a la agricultura y al mar. Celia creció entre los libros y la naturaleza, pero también muy atenta al dolor ajeno. Con apenas 20 años, ya mostraba un temple poco común: organizaba campañas de alfabetización, gestionaba medicinas para los pobres y levantaba su voz frente a las injusticias. No buscaba protagonismo, actuaba por convicción.
Cuando el golpe de Estado de Batista en 1952 asfixió las esperanzas democráticas en Cuba, Celia se convirtió en un huracán silencioso. Comenzó a colaborar con los movimientos opositores y pronto se convirtió en una pieza clave del Movimiento 26 de Julio.
Desde la clandestinidad, organizaba envíos de armas, preparaba escondites, coordinaba acciones. Fue ella quien, como nadie, supo tejer la red de apoyo que permitió el desembarco del Granma en diciembre de 1956. Si la Revolución tuvo un corazón logístico, ese latido era el de Celia.
Cuando los barbudos consiguieron llegar a la Sierra Maestra, Celia fue la primera mujer que se incorporó como combatiente a la guerrilla. No iba como enfermera ni como asistente: tomaba decisiones, lideraba, combatía. En los campamentos la conocían por su entrega, pero también por su sensibilidad. Sembraba flores alrededor de las chozas y anotaba todo en pequeñas libretas: desde la ubicación de cada árbol hasta los nombres de los campesinos que ayudaban a los rebeldes. Esa costumbre de registrar la historia se convertiría luego en una tarea crucial para el archivo de la Revolución.
Fue en la Sierra donde su relación con Fidel Castro se fortaleció. No fue una relación de sombra, sino de respeto mutuo. Celia se convirtió en su colaboradora más cercana, su organizadora, su oído crítico. Donde Fidel no podía llegar, llegaba ella. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, todos escuchaban. Su influencia se sentía en los detalles y en las decisiones trascendentales.
Al triunfar la Revolución en 1959, esta gran mujer no buscó ministerios ni protagonismo. Se sumergió en el trabajo. Dirigió la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado, desde allí se encargó de recopilar, conservar y clasificar cada documento, carta, foto o testimonio del proceso revolucionario. Gracias a su obsesión por el orden y la memoria, hoy Cuba cuenta con un archivo invaluable. También impulsó la creación de hospitales, escuelas y proyectos sociales. Una de sus grandes pasiones fue la reforestación: allí donde había un espacio vacío, ella quería plantar un árbol.
Dicen que Celia vivía con una austeridad casi monástica. Su ropa era sencilla, su casa igual. Nunca tuvo hijos biológicos, pero cuidó como madre a generaciones de jóvenes que la veían como ejemplo.
Su salud comenzó a deteriorarse en la década del ‘70, y el 11 de enero de 1980, el cáncer le ganó la batalla. Su partida dejó un vacío difícil de llenar. Fidel escribió tras su muerte: «Ella fue la más valiosa, la más querida, la más extraordinaria de nuestras combatientes».