Yo estuve en la guerra. Yo he visto las bombas caer y hacer estallar los cuerpos humanos. Yo sé lo que es eso. Allí aprendí la lección más importante de mi vida.
Cuando miro las noticias en TV, las imágenes de cohetes surcando los cielos y las explosiones, vuelvo al pasado. La película se repite. Los titiriteros son diferentes, pero el guion es el mismo. Por un momento es como si los explosivos estallaran en mi propia casa. Pero no. Aquí reina la paz. Ahí sigue mi mujer, sentada en el sofá, con una taza de café en las manos, ensimismada en las noticias.
Escucho la voz de mi hijo: “¿A dónde irá a parar todo esto, papi?”, pregunta, consternado. Lo miro y, en una mala pasada de mi imaginación, pienso en los hijos de otros que hoy están muriendo, destrozados por las bombas. Mis labios se contraen en un gesto tenso. “¿Y esa cara, viejo?”, me pregunta, haciéndome volver a la realidad. “Nada, hijo, nada”, le digo con una sonrisa impostada.
Hace más de 20 años yo estuve en una guerra. Yo sé lo que es eso. De todas las profesiones militares, me tocó la más humana, si es que existiera alguna humanidad en la guerra. Los pueblos pagan el costo más terrible por las guerras. Pero, los que bombardean y disparan y cercenan vidas, la pasan mal también. A muchos de ellos les quedan cicatrices invisibles que no sanan nunca, fantasmas que los persiguen por el resto de sus días.
Y los enfermeros, los “médicos de combate”, tampoco se libran. Ellos recogen la cosecha roja de las bombas. Recolectan despojos humanos como si fueran flores decapitadas que yacen en el campo. Los sanitarios tienen la tarea imposible de intentar rearmar, con cuerpos despedazados, un ramo de tallos que gotean sangre. Es una tarea espantosa y terrible.
Yo estuve en la guerra. Allí aprendí la lección más importante de mi vida (si acaso se puede aprender algo de una guerra). Yo tuve que ir y venir de aquel viaje para entender, en toda su dimensión, el valor de la vida. Comprendí allí que, para que mi existencia tuviera sentido, debía luchar por la paz hasta el fin de mis días.
Hace 20 años regresé de aquel infierno. Adquirí un compromiso: que aquella hecatombe de muerte y explosiones no le tocara a mi tierra, nunca. Ningún hijo de familia debe desear guerra para otros pueblos, y menos aún, para su propia tierra.
Por eso me hice maestro. Por eso llevo estudiantes estadounidenses a Cuba. En esos viajes he visto a los niños y a los padres, americanos y cubanos, darse la mano, mirarse a los ojos, cantar y reír juntos. He visto a los de aquí y a los de allá derrumbar muros y reconocerse en toda su dimensión humana. Esos abrazos y risas son el antídoto para curar el sinsentido de creerse enemigos.
Aquella guerra de ayer me trajo a esta de hoy. Y la batalla de hoy es la única que vale la pena. Eso aprendí. Esa fue la lección más grande.
Carlos Lazo
Organizador de Puentes de amor
24 de junio de 2025