Estos tiempos de crisis parecen extenderse más de lo que cualquier cubano podría haberse imaginado jamás. No hacemos alusión solo a los apagones, planificados por horarios o a aquellos que se extienden, inexplicablemente, por horas y horas cuando el déficit no lo justifica, sino también a la situación que generan los altos precios, el desabastecimiento, las carencias de recursos indispensables para vivir, entre ellos, los alimentos y los medicamentos.
Sobre todo ello se debate en cada esquina; es tema de conversación en paradas, coches de caballos, en las colas, en el hogar, y la batalla diaria es cómo “sobrevivir” en un escenario adverso, que apenas te permite descansar física y emocionalmente.
A las jornadas extenuantes del calor que ya nos recuerda que Cuba es un eterno verano, se suman las muchísimas otras responsabilidades que impone el pluriempleo; el peso del carbón; los corre-corre cada vez que llega la corriente para cocinar a tiempo, para que nada se nos eche a perder, porque la vida está muy cara como para estar botando las cosas.
Y en ese contexto, hoy común para la mayoría de los cubanos, no para todos, hay apenas un asunto que no pocas veces queda relegado a un segundo, y a veces hasta un tercer lugar, que es el tiempo que se le dedica a los hijos, a la familia. Hablamos de tiempo de calidad, no el de ponerle un plato caliente a la mesa cueste lo que cueste, o que lleven al día siguiente una muda de ropa limpia. Hablamos de ese tiempo que nos permita preguntarle al niño si tiene dudas para los exámenes finales; repasarle las materias más complicadas; llevarlo a una casa de estudio, al parque; ayudarlo con los trabajos finales; sentarse en un sillón a conversar con los padres, con el esposo, no solo de lo “difícil” que está todo, sino también de las maneras, a veces exiguas, que hemos encontrado para seguir adelante, siempre en familia.
Pudiera no parecer importante, pero son altos los costos que para la familia cubana está trayendo la tensa situación económica, y la primera factura la pagan aquellas que hoy tienen los hijos lejos y los ancianos solos; niños separados de los padres, al cuidado de los abuelos, todos marcados por la distancia que impone la decisión humana de buscar mejoras en otras latitudes.
En ninguno de los contextos antes descritos se puede descuidar el hogar, es ese el sostén cuando todo lo demás va mal. Los hijos no solo necesitan un par de zapatos o el pan y la leche de cada día, también requieren amor, la lectura de un cuento, un rato de juego conjunto.
Hay momentos que son sagrados y jamás se deben violentar, porque nos ayudan también a salir de alguna manera de esos niveles extremos de estrés a los que estamos sujetos: comer en familia, no digo a la mesa, porque en muchos casos prefieren un sillón para estar cómodos, pero, al menos, que compartir el plato más sencillo sea un instante de tranquilidad y de paz. La hora del café, aunque algunos dirán que ni café hay ya, es otro espacio para disfrutar entre todos.
“Mi casa es una burbuja”, dice siempre una colega que defiende el equilibrio de su hogar a capa y espada. Quizás su filosofía funcione también para los demás. Es difícil tener sonrisas en el rostro cuando las preocupaciones te inundan el pensamiento y el alma, pero mañana solo tendremos ese beso que dimos a tiempo, ese abrazo que nos regalan los más pequeños y esperan los más viejos.
Levantarse cada día a trabajar, regresar como un autómata a batallar con las limitaciones que nos agobian, no es vivir. Vivir es tener acceso a bienes y servicios que garanticen una calidad de vida óptima, con alimentos, salud, tiempos de descanso y esparcimiento, pero, además, vivir es pasar horas en familia, disfrutar de la picardía de los hijos, tomar un buen café, leer un libro, servir la mesa o agruparse en la sala a escuchar los cuentos del abuelo y el vecino.
Quizás sea más sencillo que lo que creemos, en medio de la crisis, no se nos puede olvidar vivir.