Hay domingos que no pasan de largo, que se plantan en la memoria como una flor en el pelo de la abuela. En Cuba, el Día de las Madres es uno de esos días. No hace falta marcarlo en el almanaque porque el corazón lo recuerda solito, como quien sabe que hay que detenerse, aunque sea un momento, para decir gracias.
Gracias a las que nos arrullaron con nanas improvisadas, a las que pusieron sus sueños en pausa para que los nuestros tuvieran alas. A las que saben el remedio exacto para el susto, el dolor de muelas o el corazón roto. A esas mujeres de fuego y ternura, capaces de levantar un hogar con solo dos manos y un par de rezos.
En cada barrio hay una madre que lo es de todos. La que presta la olla grande, la que da consejos con regaños incluidos, la que guarda bajo la cama los recuerdos de media familia. En el campo o en la ciudad, con tacones o chancletas, las madres cubanas tienen un modo especial de estar: firme, presente, incondicional.
No se trata solo de parir. Se trata de criar, de educar, de insistir aunque el mundo diga que no. Se trata de estar ahí cuando nadie más lo hace. Las madres cubanas cocinan con amor aunque sea con leña, bailan con sus hijos en los brazos, hacen magia con el salario y reparten cariño aunque estén agotadas. Saben coser el tiempo con abrazos.
Este día, en cada casa, habrá flores en la mesa o en el corazón. Habrá llamadas, mensajes, lágrimas. Habrá ausencias que duelen más y presencias que salvan. Porque el Día de las Madres no es solo una fecha, es una emoción compartida que nos conecta con lo mejor de nosotros mismos.
Celebremos a las que están y también a las que partieron. Llevemos serenatas o simplemente una palabra que reconforte. Regalemos tiempo, que es lo más valioso. Y si no sabemos qué decir, basta con un abrazo largo. Uno de esos que dicen todo sin necesidad de hablar.
Porque madre no hay una sola. Hay muchas: la que te dio la vida, la que te crió, la que te defendió, la que te enseñó a ser quien eres. Y todas merecen hoy una ovación que les llegue directo al alma.