Las plataformas digitales han ido, poco a poco, inundando la vida de los seres humanos. Su alcance es inimaginable, al punto de convertirse, para muchos, en parte esencial de la vida diaria.
La inmediatez de las redes sociales ha destronado a las vías convencionales de información y comunicación; la presencia virtual de millones de personas en un mismo sitio, aunque físicamente estén en puntos distantes del planeta, convierten al mundo en una aldea global, como dijera Marshall McLuhan.
Para algunos, el espacio es simplemente un balcón desde donde se asoman a cada rato para “enterarse” de lo que pasa; otros lo ven como mero entretenimiento, uno tan adictivo como los videojuegos que atrapan a las nuevas generaciones; mientras que, para muchos, las redes sociales son estratégicas herramientas de trabajo.
Son como el papel, pero en versión digital: aguantan todo lo que le pongan, y mucho más. Te encuentras de todo en las distintas plataformas y, desafortunadamente, abunda el morbo, la falsedad, la mentira, la falta de privacidad y de respeto a los principios éticos que nos distinguen como seres humanos y sociales.
Pero no todo es malo ni en blanco y negro. Hay muchos matices que vislumbran esperanza, que demuestran que en medio de tanta contaminación se logran cosas buenas, se ayuda, se transforma, se construye.
Y es que esa inmediatez, esa presencia virtual sirve de puente para cumplir sueños, curar, alimentar, salvar…
Para quien suscribe, que confieso soy de las que solo se asoma al balcón digital, resulta reconfortante tropezar con esos ejemplos que demuestran que sí se puede hacer un buen uso de las redes sociales, sobre todo, cuando es por un bien común, por un propósito mayor.
Respeto a quien decide pasar la mayor parte de su tiempo frente al celular, y hasta busca la forma de ganarse la vida, honradamente, generando contenidos. Sin embargo, admiro a quien con esa habilidad de ser influencer tiene un impacto superior.
Celebro ese poder de convocatoria que suma a cientos de personas que aportan, al menos un centavo, para que una abuela y su nieta tengan una vivienda digna; a que un anciano solo y con problemas mentales reciba medicamentos, comida, ropa, incluso, compañía para ir al médico; a que se encuentre a una persona desaparecida de su hogar o se devuelva una mascota extraviada.
Existen ejemplos de redes de ayuda o colaboración desinteresada en varias provincias del país, hechos que conmueven, principalmente, cuando notas que se hace de corazón, desde aquí o desde allá, desde la abundancia o lo poco que se tiene.
Es sorprendente como, amén de la diversidad de pensamientos, lugares de residencia o sector social, mucha gente prefiere hacer por los demás, en vez de dedicar tiempo a juzgar, a criticar, a herir. En ese instante, lo único que importa es brindar apoyo, por mínimo que sea.
Y ese es un gran punto a favor de las redes sociales: esa capacidad de unión con el propósito exclusivo de ayudar, de transformar duras realidades, de hacer feliz a un niño o de intentar sanarlo, de aliviar el pesar de una anciana que no tiene techo seguro y no le alcanza la jubilación para comer, de compartir un medicamento en medio de tanta escasez, en contraposición a esos que los comercializan a precios desenfrenados.
Historias hay bastantes, ahí están detrás de un click. Por supuesto, están aquellos que en nombre de la solidaridad y disfrazados de buenos samaritanos esconden segundas intenciones, sobre todo, para volverse virales y cotizar sobre el dolor ajeno. De todo tenemos en la viña del señor, y las redes, como el papel, también aguantan eso.
Según estadísticas recientes, más del 60 por ciento de la población mundial utiliza plataformas digitales. Dicen que una persona promedio pasa, al menos, dos horas y 24 minutos cada día en las redes sociales, y que es una tendencia que va in crescendo.
Más allá de que sirvan como entretenimiento, superación, negocio o interacción social, funcionan como un punto de encuentro ideal para hacer del mundo un lugar mejor, para crear en vez de destruir, para ayudar en vez de desacreditar.
Tal vez sean las plataformas digitales la vía más expedita para sentirnos mejor con nosotros mismos. Tal vez sean la forma más espontánea de llegar a quienes necesitan de una mano salvadora, o por lo menos del aliciente necesario para no sentirse solos, aislados, desprotegidos, olvidados.
La realidad de Cuba hoy es bastante compleja, y a veces ni siquiera nos detenemos a voltear el rostro para mirar a nuestro alrededor. Hay muchas maneras de emplear esas dos horas y 24 minutos frente a una pantalla de celular en medio de tanta contaminación digital. Esa aldea global a la que pertenecemos, también nos permite ser mejores seres humanos.