María Antonia Rivera era un mar de nervios. Disimulaba su tensión delante de los familiares, pero una preocupación constante la invadía. Su único hijo varón, Pedro Saidén, se hallaba desde hacía varios días en la capital del país en busca de empleo, o al menos eso le había comentado él antes de partir; pero el corazón de una madre es difícil de engañar y aquella mujer presentía con cada fibra de su ser, el peligro que acechaba a su muchacho.
En carta fechada en La Habana el siete de marzo de 1957, el joven contó que se hospedaba en casa de un laboratorista amigo suyo, el cual lo acompañaba por aquellas jornadas en sus gestiones y le había prestado incluso algo de ropa para presentarse a las entrevistas de trabajo.
Era todo falso. Pedro inventó cada detalle para que su mamá estuviera tranquila. En la esquela menciona además a su novia Gladys y pide que le comuniquen a su amada que el viernes estaría a su lado sin falta; pero nunca regresó de aquel viaje.
La tarde del 13 de marzo de 1957 un único balazo atravesó su cabeza y lo derribó sobre el asfalto, en la esquina de Colón y Zulueta, muy cerca del Palacio Presidencial que acababa de atacar junto a un comando del Directorio Revolucionario.
El objetivo de los asaltantes era ajusticiar al tirano Fulgencio Batista en su propio cubil, al tiempo que otro grupo liderado por José Antonio Echeverría, presidente de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), movilizaría al pueblo en pie de lucha a través de la emisora Radio Reloj. El plan comprendía además la ocupación de otros puntos estratégicos de la ciudad como el Cuartel Maestre de la Policía con su fuerte arsenal.
La trayectoria seguida por “El Morito” Saidén desde que descendió de la furgoneta de la empresa Fast Delivery hasta su muerte no se pudo precisar. Algunos sobrevivientes afirman haberlo visto batirse en las plantas superiores del Palacio. Las evidencias apuntan a que lo hirieron de muerte en medio de la retirada, cuando había logrado dejar atrás el edificio.
Dos trajes que usaba en momentos especiales, un par de zapatos, un reloj, una pluma y una moneda de un centavo que llevaba en el bolsillo al momento de su muerte son algunos de los objetos de Pedro que atesora el Museo Memorial Ormani Arenado en Pinar del Río.
Allí los donó María Antonia con el alma atravesada por el dolor. Los años pasaron sobre ella y no consiguieron aliviar nunca la ausencia de su hijo, tan cariñoso, respetuoso y apasionado.
“El Morito” era aficionado al baloncesto y tenía dotes para la oratoria y la escritura. Un diario local pinareño le publicó, en los momentos más crudos de la dictadura, un artículo valiente donde expresaba:
“Desde el 10 de marzo de 1952, nuestra Patria está de luto y es hora ya de que todos los cubanos nos unamos en un haz irreductible para hacer frente a los desmanes del tirano”.
“…Pueblo cubano: de ti depende el quitar para siempre este crespón de luto que tanto pesa sobre nuestros hombros. ¡A luchar, es la palabra de orden!”.
Durante su último año de estudios en la Escuela de Comercio empezó a dejar asignaturas pendientes pues afirmaba: “No quiero recibir un diploma de graduado de manos batistianas”.
Las persecuciones constantes y el acoso que sufrió por parte de la policía del régimen, no minaron su lucha. Él, como el Apóstol, pensaba que “vale más morir de pie, que vivir de rodillas”.