Entre los aniversarios que se han identificado durante el presente año como resorte inspirador, se encuentra el 95 del natalicio de Armando Hart Dávalos, destacado revolucionario, político e intelectual cubano. Y es que -como afirmara recientemente Abel Prieto- cuando para dividirnos apelan a discursos de odio, debemos recordar que Hart rechazó, de manera radical, toda mezquindad, toda bajeza y toda acción que pudiera rebajar al ser humano.
Se le califica como brillante pensador humanista, profundamente martiano y fidelista. El propio presidente Díaz-Canel lo cataloga como un legítimo fundador, con todas las contundentes implicaciones que tal consideración encierra.
Su entrega total a la Revolución, sus textos periodísticos, ensayos y discursos constituyen una fuente ejemplar e inagotable para los que anhelamos una sociedad cada vez más justa y una vida llena de plenitud.
Estas son verdades que resultan incuestionables, pero adentrémonos con más rigor en el tejido de su ideario, así como en sus principales aportes y enseñanzas.
Tenía la certeza de que ignorar nuestro genuino proceso histórico y cultural era como desnudarnos y quedar desprotegidos a la intemperie, sin rumbo fijo ni asideros. Conocernos de veras, o sea, saber a fondo quiénes somos y de dónde venimos, es la garantía de enfrentar decorosamente, y sin equivocaciones comprometedoras, los desafíos de la modernidad.
Otra contribución fundamental es el sello ético que marcó, de manera muy singular, a todas sus concepciones teóricas y a su actuación práctica. Digámoslo más claramente: esa honestidad y transparencia, manifestadas en cualquier contexto, desde el más común hasta el más oficial.
Lo anterior se expresó con tremenda coherencia en el importante diseño de una convocatoria inclusiva, lo que se evidenció en el cumplimiento de sus funciones como en el Ministro de Educación y de Cultura. El mismo Abel la compara con la que Fidel testimonió en sus Palabras a los intelectuales.
Hay quienes emplean el término “ecuménico” para caracterizar su visión unitaria, despojada de sectarismos y estériles exclusiones. Este hecho deviene estrategia efectiva para la solución de serias problemáticas, como, por ejemplo, la que surgió en el denominado “quinquenio gris”, cuando la mediocridad de algunos obstaculizó el avance de muchos proyectos. El estilo dialógico distinguió en todo momento a su quehacer como dirigente y sobre todo decisor.
La tesis martiana del equilibrio del mundo y su correspondiente fórmula salvadora del amor triunfante se retoma por Hart con un ahínco insuperable. Ese principio tan original de la cosmovisión del Apóstol fue estudiado vorazmente por él, quien le dio un nivel de aplicabilidad extraordinario. Valoraba las doctrinas de José Martí como elemento medular para la descolonización cultural, lo que se traduce en un afianzamiento de lo autóctono de nuestros pueblos.
En este sentido, al ser entrevistado, en ocasión de celebrarse la I Conferencia Internacional por el equilibrio del mundo, y en su condición de presidente del Comité Organizador de la misma, aseveró que el Maestro universalizó lo mejor de la tradición latinoamericana y caribeña. Encomió, también, con vehemencia, la táctica martiana de oponer a la siniestra intención de “dividir para triunfar”, propia de los que ansiaban destruir, la de “unirnos para vencer”, propia de los que sueñan.
Se percibe perfectamente una conexión armónica entre eticidad, política y conocimiento, que en su caso queda enriquecida por la labor como cuadro del Estado. Por eso, puede hablarse de completa organicidad entre el decir y el hacer.
Si hurgamos un poco dentro de su producción escrita, sobresalen Cambiar las reglas del juego; Perfiles, que recoge múltiples textos en los cuales analiza la vida y obra de personalidades sobresalientes de la política y la intelectualidad cubana; Poner en orden las ideas; Una pelea cubana contra viejos y nuevos demonios; Aldabonazo, y Hacia una dimensión cultural del desarrollo.
En toda su ejecutoria supo subrayar los vasos comunicantes o vínculos entre instrucción, educación y cultura, sin soslayar el componente axiológico, lo que evidencia su postura visionaria.
En sus últimos años, al frente de la Oficina del Programa Martiano y de la Sociedad Cultural José Martí, reafirmó su convicción de que la máxima “ser cultos para ser libres” trazaba la ruta correcta a seguir en todo el proyecto de la Revolución. Sus valiosos razonamientos críticos muestran la determinada filiación al oportuno reconocimiento de errores y una muy sincera comprensión para el mejoramiento de la obra colectiva.
Fue un firme defensor de la educación popular, vista como una herramienta de liberación, lo que explica sobradamente el impulso dado a la Campaña de Alfabetización de 1961 y, además, su defensa a una educación gratuita y universal. Promovió apasionadamente la idea de que la educación debía ser accesible a todos, sin distinción de clases, como base sólida para la justicia social.
Estarán de acuerdo conmigo, entonces, mis lectores, que el suyo es un legado devenido lección, que nos reclama un mayor estudio.