A veces empieza con un grito, fuerte como una bofetada al alma. Otras, con un silencio denso, como esos que pesan más que una montaña. La violencia contra la mujer tiene muchas máscaras: unas visibles, otras que se esconden entre las grietas del día a día. Pero todas dejan cicatrices, algunas en la piel, otras en lo más hondo del corazón.
Nadie nace para ser golpeada, humillada o apagada. Las mujeres no vinieron al mundo para aguantar gritos, soportar golpes ni vivir con miedo. Vinieron para caminar libres, para reír sin mirar atrás, para soñar sin cadenas. Sin embargo, todavía hoy, en pleno siglo XXI, muchas deben lidiar con un dolor que no pidieron, que no merecen.
La violencia contra la mujer no siempre trae moretones visibles; a veces se instala en las palabras, en las miradas que aplastan, en la indiferencia que carcome. Y lo peor es que muchas veces el mundo sigue andando, como si no pasara nada, como si el dolor ajeno fuera asunto de nadie.
Las mujeres cargan historias pesadas, algunas guardadas en rincones donde casi no entra la luz. Sufren en calles, hogares, oficinas, en espacios donde deberían sentirse seguras. Y mientras, la vida exige sonrisas, valentía y aguante, como si el simple hecho de ser mujer fuera sinónimo de tener que resistirlo todo.
No, no es normal. No es parte de ninguna cultura ni de ningún amor torcido. La violencia es una cadena que se va alimentando de miedos, de prejuicios, de esas ideas viejas que dicen que “me pega porque me quiere” o “se pone celoso porque me ama”. Mentiras que matan.
Cada historia de violencia es un golpe a la humanidad entera. Cada mujer silenciada es una derrota para todos. No podemos seguir dándole la espalda al problema, no podemos dejar que el miedo se instale en sus casas, en sus días, en sus sueños.
La educación es la semilla. Hay que enseñar a respetar desde pequeños, sembrar amor propio, igualdad y valor en cada niño y niña. Hay que romper viejas ideas que romantizan los celos, que aplauden el machismo, que culpan a las víctimas. Porque ninguna forma de violencia es justificable.
Cada mujer merece ser escuchada sin juicios, abrazada en su dolor, acompañada en su proceso de sanar. Merecen justicia, pero también merecen vivir sin tener que estar siempre a la defensiva, sin tener que temerle a la noche, al camino solitario, a la llamada fuera de lugar.
La violencia contra la mujer no solo es un asunto privado; es un problema social, colectivo, que exige la atención de todos. Instituciones, familias, comunidades: nadie puede mirar hacia otro lado. La indiferencia también mata, lentamente, sin hacer ruido.
Hay que decirlo fuerte, sin miedo: quien ama, no golpea. Quien respeta, no humilla. Quien valora, no controla. Y quien lastima debe ser señalado, juzgado y apartado, para que el círculo de dolor no siga creciendo.
No queremos más minutos de silencio; queremos voces que hablen, que denuncien, que defiendan. Queremos más espacios seguros, más manos extendidas, más empatía. Queremos un mundo donde las mujeres puedan ser simplemente lo que son: personas libres, dignas, poderosas.
Que cada lágrima ahogada se convierta en fuerza. Que cada historia rota encuentre reconstrucción, esperanza y vida. Que no haya ni una vida más quebrada por la violencia. Que ser mujer sea siempre sinónimo de libertad, de orgullo, de vida plena.