En Pinar del Río cada día comienza con la esperanza de que todos lleguen sanos a casa. Pero, muchas veces, el destino se tuerce en una esquina, en una curva mal calculada, en una decisión apresurada. Es en el asfalto donde se dibujan las tragedias cotidianas que no siempre ocupan titulares, pero que se sienten, se lloran y se recuerdan. Los accidentes de tránsito se han convertido en una de las principales causas de muerte en el país, y lo más duro es que muchos se pueden evitar.
Uno camina por las calles y ve ciclomotores, bicicletas eléctricas, almendrones con más de medio siglo encima, coches de caballos, camiones reconvertidos en ómnibus. Cuba es diversa también sobre ruedas. Y en medio de esa mezcla de transporte moderno y vetusto, se abren las grietas por donde se escapan vidas.
El drama detrás del volante
Hay cifras que estremecen. En los últimos años, el promedio diario de accidentes en Cuba ha oscilado entre 25 y 30, y no pocas veces con consecuencias fatales. Las causas son conocidas: exceso de velocidad, consumo de alcohol, distracciones con teléfonos móviles, mal estado técnico de los vehículos, desconocimiento o desprecio por las normas de tránsito. Pero hay algo más grave aún: la naturalización del peligro.
Muchos lo ven como algo que “puede pasar”, como parte del día a día. “Fulano tuvo un accidente”, se dice, y no siempre se indaga en el porqué, ni se extraen las lecciones. Y mientras tanto, siguen ocurriendo. Niños que pierden a sus padres. Jóvenes con vidas truncadas. Ancianos atropellados por un vehículo que no respetó un paso peatonal. Madres que no alcanzan a abrazar de nuevo a sus hijos.
La imprudencia no es valentía
Uno de los sectores más vulnerables son los jóvenes. Motos eléctricas sin luces, sin frenos confiables, sin casco. Muchachos que manejan sin licencia o que toman la moto como un juego, compitiendo a toda velocidad por avenidas o caminos rurales. ¿Qué apuro puede valer más que la vida? ¿Qué música puede sonar más alto que el llanto de una madre en una sala de urgencias?
El problema no es solo individual, sino también estructural. Existen baches enormes, señalizaciones deterioradas, carreteras estrechas sin buena visibilidad. Y si a eso se le suma la escasez de piezas de repuesto o la falta de mantenimiento, el cóctel puede ser mortal.
El factor humano: la clave
A pesar de todas las deficiencias del sistema vial, hay una variable que puede cambiar el rumbo de las cosas: la responsabilidad humana. Porque conducir es, en esencia, un acto de respeto por la propia vida y por la de quienes viajan al lado, enfrente, detrás o simplemente cruzan la calle. Cada vez que alguien decide manejar después de beber, adelantar en zona prohibida, hablar por celular mientras conduce o llevar a tres personas en una moto diseñada para dos, está poniendo en juego mucho más que un vehículo.
Y no todo está perdido. También hay historias de conciencia, de personas que han vivido un accidente y hoy son promotores activos de la seguridad vial. Padres que enseñan a sus hijos a cruzar correctamente la calle. Maestros que abordan el tema en las escuelas. Campañas de prevención. Policías que no permiten el más mínimo desliz. Y ciudadanos que entienden que usar el cinturón de seguridad, llevar casco, reducir la velocidad en zonas escolares o no manejar si están cansados no son actos pequeños, sino decisiones que salvan.
Una herida que sí tiene cura
Los accidentes de tránsito no tienen por qué ser una epidemia silente. Pueden reducirse, controlarse, evitarse. No basta con lamentar las tragedias: hay que anticiparse a ellas. La educación vial desde edades tempranas, el respeto riguroso a las normas, la inversión en infraestructura, la exigencia ciudadana, y sobre todo, la voluntad de cuidarnos unos a otros, son claves para cambiar esta realidad.
Hay que decirlo claro: en Cuba, los accidentes de tránsito matan más que muchos males conocidos. Y muchas veces lo hacen sin hacer ruido, sin sirenas, sin titulares escandalosos. Solo queda la ausencia, el sillón vacío, la bicicleta arrimada, la risa que no volvió.
Que cada cruce, cada esquina, cada bocacalle sea un recordatorio de lo que está en juego. Porque cada persona que hoy sale de casa, merece regresar. Porque el derecho a la vida no se negocia con el reloj, ni con la prisa. Y porque, al final, no hay destino más importante que seguir viviendo.