La vejez tiene rostro de abuela, de abuelo. Tiene olor a café, a pomada de alcanfor, a recuerdos. Tiene voz lenta, arrugada por los años, pero cargada de historias que pesan más que los libros. En este país, donde los niños fueron siempre el futuro, los viejos se convirtieron en la raíz, y aunque a veces parezcan olvidados, sin ellos, nada tendría sentido.
Aquí, en esta isla, de tanto vivir, envejecer es resistir. Es haber cruzado ciclones, apagones, colas infinitas y alegrías pequeñas, es tener el cuerpo cansado, pero el alma despierta.
Muchos de nuestros abuelos fueron los que un día construyeron casas con sus manos, sembraron el plátano del almuerzo, criaron hijos y luego criaron nietos. Fueron obreros, maestros, enfermeros, combatientes, amas de casa que sacaron una familia adelante, con poco y con todo. Y hoy, muchas veces, los encontramos solos, sentados en un portal, esperando que alguien les devuelva un poco del tiempo que ellos le dieron al país.
En Cuba, la vejez camina despacio por las aceras rotas, hace mandados con un jabuco al hombro, conversa con vecinos desde la ventana, mira la novela el día que hay electricidad. Hay abuelas que todavía cosen con hilos guardados desde los años ‘70, y abuelos que repiten historias de cuando todo era más difícil, o más bonito, según el día.
Son bibliotecas vivas, pero también son cuerpos frágiles en una sociedad que, muchas veces, se olvida de mirarlos como se debe: con atención, con ternura, con urgencia.
La gran mayoría de los adultos mayores viven de una pensión que no alcanza. Se las arreglan como pueden. Venden jabitas, recogen latas, cuidan nietos, estiran el arroz. En ocasiones, dependen de remesas que llegan o no llegan, otras, de la bondad de algún vecino que no los deja solos. Son vulnerables, pero también son sabios, y no basta con decir que los respetamos: hay que cuidarlos, acompañarlos, escucharlos. No por lástima, sino por justicia.
Y es que la vejez no debería doler tanto. Debería ser un tiempo para descansar, para recordar sin miedo, para reír sin apuro. Pero muchos de nuestros viejos viven preocupados: por el medicamento que falta, por la comida que no alcanza, por el hijo que se fue y no vuelve; otros, simplemente, por no tener con quien hablar, porque la soledad también enferma, y no hay pastilla que cure el silencio.
Sin embargo, en medio de todo, hay una fuerza increíble en ellos. Porque siguen, no se rinden, aún se emocionan con una visita, con un beso en la frente, con un mensaje, con una llamada. Porque todavía dan consejos, y los dan con esa autoridad que solo otorga la vida vivida.
Y también hay muchos que luchan por reinventarse: se unen a proyectos comunitarios, bailan en talleres de abuelos, leen poesía, pintan, cuidan plantas. Hay abuelas que aprenden a usar el móvil para hablar con los nietos que emigraron, y abuelos que cuentan cuentos en las escuelas. Gente grande haciendo cosas grandes, aunque ya no corran.
La vejez no es solo una etapa de la vida. Sería hermoso que nos esperara un tiempo digno, lleno de afecto, sin escasez de abrazos ni de respeto, en un país donde cada uno tenga su lugar, su reconocimiento, su compañía. Donde no se apaguen antes de tiempo.