¿De dónde viene la violencia? ¿Una persona violenta nace o se hace? ¿Cuánto influye el entorno social en la formación psicológica de un individuo?
No son estas líneas, ni siquiera, un atrevido intento de analizar el tema en profundidad, sino un mero llamado a la reflexión sobre hacia donde se dirige el futuro del ser humano, pues al parecer, el desarrollo se muestra inversamente proporcional a la evolución del hombre.
Según los entendidos en la materia, esa imagen de que los seres humanos prehistóricos eran salvajes es más un mito forjado por escritores que una verdad de Perogrullo. Por lo tanto, argumentan que la violencia no está inscrita en los genes, sino que su aparición obedece a causas históricas y sociales.
Y mucha lógica tiene, pues son precisamente las características típicas de cada cultura y sociedad las que forjan a quienes habitan el planeta. De eso sí que no hay dudas.
Existen muchas maneras de manifestar violencia, y aunque en la actualidad se hayan sofisticado los términos para referirse a ella, e incluso se enmarcan en categorías de acuerdo con el género, la edad o la forma en que se proyecte, el resultado será siempre negativo.
Y claro que hay grupos más vulnerables que otros, lo mismo para infligir que para ser víctimas, pero hay alarmas que saltan y no solo preocupan, sino que laceran, agobian, entristecen.
Recuerdo que hace 30 años, lo más violento que podría suceder entre dos niños o adolescentes era una golpiza después de clases para quitarse la “picazón”, luego de previa cita mediante la célebre frase “Te espero a las 4:20”.
Incluso, ante un mal comportamiento en la escuela, no había mayor preocupación para un alumno que le dijeran que llevara a sus padres a la dirección.
Hoy, lamentablemente, las historias están a otro nivel y no se limitan a un ojo morado o una reunión de padres.
Dicen que los tiempos de crisis sacan lo peor de las personas, pero es, precisamente, en estos tiempos cuando se ha de tener mayor tino a la hora de formar el futuro, y eso se fomenta desde el hogar, primero que todo.
La etapa de la adolescencia y la primera juventud tienen escrito en mayúsculas la palabra rebeldía, pero es también un periodo en que la autoestima baja en muchos casos, y eso da cabida a complejos, inseguridades, miedos y un sinfín de emociones que sugestionan y malforman el carácter.
Si a eso le sumamos un entorno hostil, con manifestaciones de violencia de todo tipo y un consumo cultural que la mayor parte del tiempo invita a usar la guapería y la chabacanería como banderas, la violencia sale a flote en algún momento, tal vez como válvula de escape, tal vez como desahogo, tal vez como único recurso encontrado.
No obstante, nada de eso justifica violentar a otro; nada de eso da derechos para herir o matar. No es esa la naturaleza del ser humano, no es eso lo que debería traer consigo el desarrollo. ¿Acaso vamos en reversa?
Educar y amar a nuestros hijos no es solo decirles lo que es correcto o no, es más que lucharles un plato de comida caliente cada día o enseñarlos a ser dignos. Tenemos la responsabilidad de proveerlos de todo eso, además de herramientas que los hagan mejores personas, a no dejarse pisotear, sin la necesidad de llegar a la violencia.
Nos toca a los padres saber qué sueñan nuestros hijos, pero también qué consumen culturalmente, con quiénes se relacionan, qué les preocupa, qué los desvela, a qué aspiran…
Cuba atraviesa una situación compleja en muchos aspectos económicos que agujerean constantemente la vida social. El entorno se vuelve hostil en muchos lugares, y en esa vorágine caemos, a veces, sin darnos cuenta.
Sin embargo, nunca será la violencia la solución a un futuro mejor ni a una vida más plena. No puede la crudeza de estos tiempos, parafraseando al Che, ser motivo para que se nuble el juicio y estén ausentes el respeto y la moral. Esa responsabilidad, también la tenemos todos.