Calidad… una palabra que encierra muchísimos significados en todas las esferas y ámbitos de la cotidianidad. En ella, y a través de su vocablo mismo, se mueven, atraviesan y rodean ideas, pensamientos y microconceptos que nos son indispensables para nuestro desarrollo, para nuestras vidas.
En sí, es un concepto abstracto que deviene tema de interés colectivo en todo momento y escenario, y no, amigo lector, no se ajusta únicamente a productos y bienes, sino también a servicios, caracteres, voluntades, personas.
Sin importar si usted la reclama en una bodega o en un mercado de primera línea, en la peluquería, la escuela o su centro de salud, independientemente de lujos y etiquetas, ella –la calidad– debe ser el denominador común.
Sin embargo, en la mayoría de estos lugares, y usted seguro coincidirá conmigo, tal palabra y su etérea denominación suelen ser un espejismo, una característica indispensable que se ausenta por tiempo ilimitado y que juega impune con aspiraciones y esperanzas.
No le gustaría al escriba circunscribirse en estas escasas líneas a la mera compra – venta de equipos electrodomésticos, a productos de consumo hogareño destinados al aseo y otros… tales banalidades quedan por tierra cuando se habla entonces de tratos, atenciones, bienes y servicios recibidos, palabras empeñadas, compras agrícolas aseguradas, o productos audiovisuales propuestos.
Para los primeros ejemplos, en un mundo tan convulso como en el que vivimos hoy, la obsolescencia programada, ya más que una contra propaganda, es una realidad tangible que sesga bolsillos y acorta cada vez más los tiempos, impulsada por las grandes sociedades de consumo.
Pero, en el caso del resto… hablamos entonces de palabras mayores.
Se ha vuelto usual que al recibir un servicio en muchos casos deba improvisarse por esto o aquello, que si el bloqueo, que si la electricidad, que si el proveedor. Ejemplos sobran.
Pensemos en quienes con caras de pocos amigos y con un “empacho” singular despachan los mandados –no hablemos ya de magias y pesas–. Pensemos en un turno médico por el que llevamos meses esperando, para terminar de últimos en la fila, porque tenemos que ver pasar amistades y casos resueltos.
Hablemos también, por qué no, de las clases, atenciones y tratos de algunas maestras para con nuestros niños después de una o varias noches de apagón; de los trámites en unidades de viviendas y otras oficinas en las que el burocratismo y el peloteo es ley.
Todo ello sin olvidar las vulgaridades a las que debemos someternos, y a las que nos exponen terceros mediante la radio y la televisión, al intentar disfrutar en restaurantes, parques infantiles y otros.
Reflexionemos sobre los productos en los quioscos y carretillas en los que precios y la dichosa calidad no son para nada proporcionales… “en fin el flan”, como dijera una buena amiga.
Lo cierto es que la calidad, lejos de justificarse ausente por asuntos relacionados a carencias materiales y a otros derroteros, debería ser y estar… pues para lograrla, deben existir otros valores también perdidos como la honradez, amabilidad, empatía y seriedad.
Considera el escriba que no sería desacertado el decir que somos espectadores de primera fila engullidos por una metamorfosis kafkiana, en la que el hombre ya es un lobo para el hombre.
Es importante recordar que según la metafísica, cada acción o trato bondadoso y justo, se multiplica y revierte hacia nosotros. Importante también el pensar que por cada producto que vendemos, bien que ofrezcamos o servicio que prestemos, recibimos otros miles. De ahí que debamos ser el ejemplo y el espejo que queremos ver en los demás.
En dependencia de cuan bien hagamos nuestra parte, tendremos luego el derecho moral de exigir a otros que hagan la suya con igual empeño. Pongámonos en la piel del prójimo.
La calidad más que un derecho, es un estilo, un modo de vida, un deber para con los demás. Entender lo anterior es comenzar un camino para marcar la diferencia.