Si usted quiere romper con la visión del académico empacado, que no puede deshacerse de terminología científica y hace del conocimiento una barrera infranqueable para consagrase como el non plus ultra de la sabiduría, pues necesita conocer a Martha Margarita Bonilla Vichot, doctora en Ciencias Forestales y profesora emérito de la Universidad Hermanos Saíz Montes de Oca.
Con 72 años sigue incorporada, después de la jubilación, admite la motivación económica, pero también el saberse útil y capaz de seguir aportando a la formación de nuevos profesionales, lo que ha hecho desde que egresara de la Unidad Docente de Cajálbana como ingeniera Forestal.
LOS ORÍGENES
No era un mundo ajeno para ella, hija la mayor de ocho hermanos fruto del matrimonio entre un silvicultor y una ama de casa, nació en Las Pozas, comunidad del municipio Bahía Honda, en ese entonces, perteneciente a la provincia Pinar del Río.
Por el trabajo de su padre vivieron un tiempo en Camagüey y por esa misma razón retornaron al extremo occidental del país, donde radica desde que era una niña, aunque cursó parte de sus estudios preuniversitarios en la capital, los culminó en “El Guiteras”, antes de ingresar a la unidad docente de Cajálbana.
Sobre la elección de la carrera comenta que le gustaba la Biología en general, pero finalmente se decantó por la rama Botánica, recuerda con agrado su etapa de formación, la calidad de los profesores y la práctica que implicó aprender desde chapea hasta el reconocimiento de las diferentes especies en el terreno, “teníamos que saber de todo porque cuando llegaras a una Empresa ¿cómo le ibas a enseñar a un obrero a hacer la limpia alrededor del tronco?”
De su etapa inicial como docente, impartiendo la especialidad Dendrología, -ciencia que se centra en la identificación, distribución y clasificación de las plantas leñosas-, aprendió a observar los detalles de la vegetación en cualquier escenario; “los estudiantes llegaban y te decían profe, ¿usted ha visto el árbol que está en tal lugar?”
Una de las experiencias atípicas que vivió, fue impartir clases a su papá, en ese momento dirigía en la entidad Forestal de Minas de Matahambre e ingresó como alumno del Curso por Encuentro para Trabajadores, en aquel entonces; reconoce que la cohibía un poco tenerlo en el aula, no obstante, enfatiza con un acento de orgullo en cada sílaba, “fue de los mejores graduados de su año.”
Los años de la década del 90 del pasado siglo, todavía enseñaban en las montañas, tenían un campamento. El Eucalipto, en las serranías de San Andrés, desde allí con un vaso de agua endulzada con azúcar y la mitad de un pan pequeño en el estómago los estudiantes caminaban kilómetros por aquel lomerío, y los profesores junto a ellos.
Ya los viajes a casa no podían ser tan frecuentes, pero todo ese esfuerzo y sacrificio lo evoca sin alarmismos ni estridencias, no pone el más mínimo toque de heroicidad o grandeza, narra los hechos y hasta sonríe la recordar que cuando los estudiantes encontraban alguna naranja agria la entregaban para “que mañana el desayuno sea reforzado.”
LAS MARTHAS
Las personas que se consagran al magisterio no sólo como el trabajo que le proporciona el sustento y a través del cual pueden canalizar sus aspiraciones laborales, sino como un acto de amor, que implica la creación del futuro, les satisface el éxito ajeno, tanto como el propio.
Considera que el respeto dentro del aula es lo más importante, porque la formación va más allá del conocimiento, para moldear personas de bien, responsables, que amen lo que hagan y le impriman excelencia; por esas razones no le duele cuando encuentra a sus exalumnos alejados del ejercicio de la profesión, si destacan en el ámbito el cual se desempeñan, entonces el propósito de educarlos se cumplió.
Martha Bonilla, es más que la profesora que marcó a generaciones de ingenieros forestales y que hoy comparte el arte de enseñar con muchos de los que instruyó, es la hija que cuida a su madre de 90 años y que lleva en las manos las huellas del rigor de estos tiempos al lidiar con el carbón para cocinar los alimentos de la familia en su hogar en el reparto Hermanos Cruz, tareas que comparte con su cónyuge.
Es la esposa que se enorgullece de los 37 años de matrimonio, del hijo de 36, residente en la capital y el nieto que todavía no alcanza el primer año de edad; por su bisoño declinó cursar el doctorado en Alemania y obtuvo el grado científico en el 2001, antepuso la crianza a la superación.
También está en ella la mujer que cree hay que educar más a los agricultores para enseñarle que los árboles no son enemigos de los cultivos, que no se puede pensar sólo en la madera, sino en el cuidado de los suelos, que quisiera se generalizan más prácticas que impulsan las crías de animales en los bosques e insistir en la utilidad de los mismos para que sean mejor preservados.
La Revista Cubana de Ciencias Forestales, publicación digital del grupo II, que próximamente pasará al I, forma parte de los proyectos que ama y ha liderado por varios años, espera dejarlo en manos jóvenes, porque no se aferra y cree es tiempo del relevo.
Confiesa que siempre le gustó mucho el trabajo en el terreno, participó en la identificación de las especies de flora en el área conocida como Rocío de Sol, en Guane, y en el fomento de la silvicultura y viveros, narra como una experiencia formidable llegar a un lugar e interesarse por el destino de las posturas que dejó en bolsas y encontrarlas convertidas en un hermoso bosque.
EL CIERRE
Como ella misma dice, “no siempre voy a estar aquí” y parte de las responsabilidades las ha adecuado a su condición de jubilada, cuidadora y reincorporada laboralmente ya no imparte la Dendrología, pero elaboró un texto sobre la materia y otro sobre el Arbolado Urbano que quisiera ver impresos.
Sobre este último precisa que es un campo muy bonito y esencial, que es decisivo, además, para elegir las especies a emplear en espacios citadinos y entornos poblados, así como para nuevas construcciones que incluyan áreas verdes.
“La profe Bonilla”, hace gala de una sencillez que acerca, genera simpatía y en sus palabras hay una vitalidad que pareciera que la cabellera blanca es más una elección que la evidencia de superar los siete decenios de vida, tiempo que en su mayor parte ha dedicado a la docencia, a formar hombres y mujeres que amen la naturaleza y la existencia misma.
Al margen de las hojas impresas, que son necesarias, su legado está en los bosques de Pinar del Río y de toda Cuba, porque por muchos años fueron la única universidad que formaba ingenieros forestales; en el cariño con que la mencionan quienes estuvieron en sus aulas, en el respeto que le profesan los que ahora son sus colegas y de quienes fue mentora, en el hálito de energía que insufla a lo que hace, pero especialmente por ser una mujer que se forjó a sí misma y en el proceso, engendró futuro.