Por el doctor Rodolfo Acosta Padrón
Del Naranjal, en Caracoles, hablaba Urquiola como quien abre el cofre de la infancia: con los ojos encendidos y la voz habitada de recuerdos. Allí nació, en 1949, entre montes de pinos y palmas dispersas, donde el aire era todavía virgen y los ríos descendían como espejos temblorosos. Un puñado de familias custodiaba aquel rincón apartado, sustentado en el arroz, los pinares, los animales de monte y en la madera que crujía bajo el sol.
En ese escenario agreste creció “Mandín”, nombre diminuto para un niño que pronto sería grande. Desde los ocho años compartía con sus padres las faenas del campo: la casa de piso de tierra, paredes de tabla y techo de guano era refugio y universo. Allí se cocinaba el cerdo criado libre en el monte y se envolvían tamales con maíz propio. Amaba su tierra como se ama lo sagrado. Las auras giraban en lo alto, hostigadas por los pitirres insolentes; los arroyos ofrecían agua cristalina a las aves que, sin saberlo, le enseñaban música.
JUVENTUD Y FORMACIÓN ACADÉMICA
No quiero presentar aquí al profesor ni al científico, —títulos que con justicia lo ennoblecen— sino al hombre, al ser humano. Su vida fue una antorcha encendida por los valores que defendió con humildad: el respeto, la responsabilidad, la ética, la solidaridad, el amor por las personas y la Patria.
Era alto, delgado, de ojos grises como mares profundos. Su cabello negro y lacio caía sobre un rostro austero coronado por un bigote pulcro. Sonrisa serena, voz baja y melódica: hablaba con precisión, sin aspavientos. Detestaba la grosería, la violencia, la fanfarronería. No necesitaba imponerse; bastaba su nobleza, aun cuando alguna sombra le cruzara el semblante.
Su biografía académica es prodigio de voluntad. En 1963, con 14 años, entró por primera vez a una escuela. Dos años le bastaron para terminar la Primaria, y enseguida la Secundaria. El instituto pedagógico Enrique José Varona lo acogió, y allí, a fuerza de veranos intensos, se hizo licenciado en Biología, más tarde doctor, investigador, autor de libros, descubridor de especies y partícipe de proyectos que dieron a conocer la flora de Cuba al mundo.
EXPEDICIONES Y CIENCIA VIVIDA
Fui testigo de muchas de sus travesías. En ocasiones, la madrugada lo encontraba mirando al cielo y murmurando: “Ya es mañana, hay que dormir un rato”. Apenas unas horas en hamaca y volvía al camino, incansable. “Las expediciones no se han hecho para débiles”, me dijo un día, con firmeza, citando a Henry Morton Stanley, el más grande explorador del continente africano.
No enseñaba desde el pedestal, sino desde la cercanía. Su saber era semilla compartida, jamás imposición. Entre turistas en Viñales, su trato cordial y elegante dejaba huella imborrable. Recuerdo un huracán que barrió los tocororos. Los visitantes querían verlos, él, con tristeza, murmuró: “¿De dónde saco un tocororo ahora?”. Y, como quien conjura la desilusión, los condujo a una cueva escondida donde un manantial corría en penumbra: sorpresa en lugar de ausencia. Ese era él: transformaba la pérdida en maravilla.
HUMANIDAD Y VIDA ÍNTIMA
Desde niño fue nobleza y ternura. “No quiero saber que esos viejitos pasen hambre mientras aquí haya algo de comer”, decía a su esposa. Y, aunque director de la Unidad Pedagógica en Sandino, en algunos fines de semana regresaba a Caracoles para sembrar arroz con su familia: “Tengo que ayudar a mis viejos”, decía.
Amaba la música clásica y la de la Década Prodigiosa. Bailar le apasionaba, aunque sus hijos se burlaran de su torpeza: con dos tragos encima, parecía saltar al compás de un ritmo secreto. Romántico irremediable, admiraba a Dyango, Serrat y a los Beatles. Para él, el amor era un poema vivo, y la educación, un deber compartido en familia. “Si no fuera por mi esposa y mis hijos, yo no hubiera recorrido este camino arduo pero fascinante”, confesaba.
Leía muchísimo, tanto en inglés como en español. Soñaba con dedicar tiempo a García Márquez, Galeano, Twain y Hemingway. La muerte interrumpió ese anhelo, dejando intacta una biblioteca que aún aguarda por manos curiosas.
LEGADO Y DESPEDIDA
Fundador y director del Jardín Botánico de Pinar del Río, su nombre quedó escrito en distinciones, libros y expediciones. Representó a Cuba en tierras lejanas: Alemania, Estados Unidos, Costa Rica, Puerto Rico, España. Publicó la Flora de la República de Cuba y el Libro Rojo de la Flora de Pinar del Río. Recorrió la Isla entera, desde Maisí hasta el Cabo de San Antonio, con huellas de sol y selva en la piel.
Compartía sin severidad, ayudaba sin esperar nada, educaba desde la bondad. Nunca olvidó sus raíces campesinas. Su legado lo consagra como gloria pinareña, cubana y universal: hombre de ciencia y cultura, con el corazón sembrado en la tierra que lo vio nacer.
Poco antes del final, un trastorno en su habla anunció la despedida. El diagnóstico fue cruel. Falleció el 12 de enero de 2009. Su ausencia abrió un vacío que no llenará ni el tiempo ni la memoria científica. Pero quedó su obra, quedó su ejemplo: el testimonio de un ser humano irrepetible, de un espíritu que todavía camina entre pinos, palmas y ríos de su amado Caracoles.
Por el doctor Rodolfo Acosta Padrón