Basta con levantarse una mañana –sin importar el día de la semana o, incluso, la hora– para notar una anacronía singular tras una caminata ligera por las principales arterias de un pueblo cualquiera de nuestra geografía.
Las calles, los muros, las esquinas, los contenes, están llenos de ellas. La posición que ocupen no es lo importante, sino su estancia en todos los lugares concurridos, ya sea como observadores pasivos o entes activos entre cualquier transacción.
El objetivo, el cual confieso que aunque me pudiera atrever a especular, no sabría la respuesta exacta más allá de la improductividad, la pérdida irremediable del tiempo, o la búsqueda. Sí, esa misma que usted conoce como la vida fácil.
Quizás esta última, a modo de acecho, sea la que más se les acerque a quienes hoy, por derecho propio, en nuestro país se escudan en un desempleo autoimpuesto a raíz de las circunstancias socioeconómicas que imperan en el territorio nacional.
Sí, hablo de los vagos, de nuestros vagos. De los que viven en las esquinas, en las colas de una tienda, sentados en los portales esperando a “ver qué cae” para “hacer el día”. De aquellos que, también bebida en mano, solo tienen por labor el cuento, la jarana y el conocido invento.
Coincidirá conmigo usted, querido amigo lector, que este es un mal que habría que atacar con firmeza y acabar de resolver, pues a modo de ver del escriba, solo el trabajo honrado de todos juntos será el que nos permita desarrollarnos y elevar nuestra calidad de vida como pueblo.
En lo personal, me resulta bochornoso ver a alguien –sin importar su edad– bien capacitado y formado en nuestras casas de altos estudios, literalmente, majaseando con la excusa del momento: “¿Trabajar? ¿Para qué? Si al final, eso no da nada”. Habrá escuchado usted, al igual que yo, otro tipo de frases como “Al final no vale la pena machacarse por gusto…”, “Total, para la miseria que me van a pagar…” o “Ya el trabajo con el Estado no da la cuenta”.
Si somos justos, debemos reconocer que esta última expresión contiene gran parte de razón, debido a la súper escalonada pirámide invertida en cuanto a temas monetarios y salariales se refiere.
Pero es que si el asunto fuera solo el trabajo con el Estado lo que les preocupa a esos, esos que no aportan nada, quizás estas líneas no existirían; sin embargo, es que el tema reside, precisamente, en que tampoco las mipymes u otros lucrativos negocios particulares les interesan.
Y lo más doloroso de lo anterior es que por cada cientos de miles de familias que tienen hasta dos trabajos y se las ingenian para llegar a fin de mes, siempre aportando a la sociedad, existe similar cantidad de individuos en un “paro autoinducido”.
Y no, no me venga usted a decir –si es de los que se dedican a echar callos sentados en los portales– que no hay oportunidades de trabajo decorosas, porque bastante carente de personal está el sector laboral estatal, y suficientes ferias de empleo se llevan a cabo con dichas plazas en toda la provincia.
¡Ah claro! Es que vivir de la venta de los cigarros de la bodega y de alguna que otra carrera en un triciclo eléctrico, es muchísimo mejor que marcar tarjeta de ocho a cinco, o permanecer de pie frente a un contenedor despachando pollo y picadillo. Eso, por solo citar ambos extremos.
El problema en sí, es que el cubano de hoy, por falta de leyes, cuestiones legales y tantas otras verdades escondidas que usted conoce, querido amigo lector, prefiere vivir un poquito más allá de la rayita que separa lo legal de lo ilícito.
Parasitar a una sociedad que trabaja honradamente, revender cuanta mercancía exista y burlar lo dispuesto para enriquecerse, parece ser la opción actual que prefieren muchos, repito, independientemente de razas y edades.
Tal tema conlleva un serio análisis: ¿qué vamos a hacer para acabar de solucionar este flagelo social que tanto daño nos está haciendo? ¿Quién o quiénes realmente son los responsables de adoptar las medidas necesarias? ¿Qué se puede hacer para que el trabajo se vea en verdad como un deber ciudadano?
Por último, el escriba quisiera terminar estas líneas con una reflexión martiana:
“La Suerte anda mirando a ver qué surge y el trabajo siempre con el ojo listo y el ánimo fuerte, hace que surja algo. La suerte está en la cama, deseando que el cartero le traiga la noticia de una herencia, mientras que el trabajo se levanta a las seis, y con la pluma o martillo pone los cimientos de un seguro bienestar. La suerte se atiende al fracaso, el trabajo a la buena conducta…”.
Tocará a cada quien, entonces, decidir si es la suerte o el trabajo la que mejor se acomoda a su realidad.