Julia cuenta que el saco de carbón que compró, de un tercio hacia abajo, era partidura; el bombillo recargable que Ana pagó, a precio de termoeléctrica, solo dura dos horas; las dos libras de limones adquiridas por Martha, como fuente de vitamina C para los enfermos de casa, no eran tales, apenas una y media.
Cualquiera de nosotros puede hacer una larga lista de ocasiones en las que invirtió dinero para la solución de un problema y fue inútil, ya sea porque el producto no tenía la calidad esperada -en consonancia con la tarifa abonada-, o porque el vendedor le engañó, estafó, timó, robó…
Para algunos, es una forma de sobrevivencia, “la lucha”, no a expensas de batallar, trabajar y esfuerzo personal. Se trata de un combate desigual, con el necesitado como adversario y la escasez como árbitro, sobre el ring, solo da golpes el expendedor.
El primer ataque lo propina un país en el que las carencias son tantas, que cuesta enumerarlas, e incluso, clasificarlas de acuerdo con la urgencia por satisfacer, pero la mayoría son perentorias, otra desventaja para el comprador, que a veces renuncia a buscar más opciones y de forma inmediata, si sus finanzas se lo permiten, compra.
Pero hay más: hoy muchos importan, -la manera en que lo hacen y la legalidad del proceso no es el objetivo de estas líneas- su mayor éxito comercial está en adquirir productos baratos y venderlos a precios exorbitantes, no hay un respeto por el margen comercial fijado, entre otras razones, porque ni siquiera disponen de una factura que permita regular y establecer el mismo.
No estoy ajena a que nuestros emprendedores transitan por problemas como: falta de liquidez, no pueden acceder a sus ingresos si se encuentran en el banco en el momento y cantidad deseada; recurren al mercado negro para obtener las divisas que garanticen el reaprovisionamiento; carecen de proveedores constantes, estables y confiables…
Estas dificultades se convierten en cifras para los consumidores, pero no siempre se hacen desde un análisis correcto, ya sea por la cadena de valor o la ficha de costo y, al final, se encuentran las personas con menos ingresos, más limitados en su poder adquisitivo, y si a ello se añade que los bienes o servicios por los que pagan no tienen calidad, entonces es insostenible la situación.
Sin dejar de valorar que quien engaña al cliente no merece tenerlos, y que subsisten esos timadores por un entorno favorable que se genera a partir de la escasez, lo cual es válido tanto para entidades estatales como privadas, pues son males que no distinguen entre modelos de gestión.
La búsqueda de alimentos -o cualquier otro producto- es hoy un desafío, porque al costo hay que sumar estabilidad de las ofertas y el riesgo potencial de quedar insatisfechos con lo comprado, aunque elijas lo más gravoso, por aquello de que lo barato sale caro.
Una red comercial, del tipo que sea, en la que no prime la relación precio calidad, en la que se vulneren los derechos del cliente, se convierte en una agresión y maltrato.
En lo personal no creo que se eliminen tales prácticas solo desde la inspección o supervisión, se requiere empatía y profesionalidad, respeto a los demás y alejarse de la rudimentaria ley de la selva, ya que nos estamos comiendo a nosotros mismos.
Como pueblo de una nación herida, todos llevamos laceraciones abiertas, que van desde el apagón, el cansancio, la insolvencia hasta la desesperanza; ayudémonos, entonces, unos a otros a salir a flote, y los que están más cerca de la superficie no empujen a los que intentan salir en busca de una bocanada de aire fresco, no sabemos cuál es el punto de quiebre de cada persona, no sea el que provoque el derrame del otro, al contrario.
La sociedad cubana es hoy agresiva, y no se encierra, exclusivamente, en los actos descritos y catalogados como violentos, estamos perdiendo los hábitos que nos diferencian del mundo animal, no basta con llevar el cuerpo cubierto con textiles y manejar un dispositivo digital para considerarnos inteligentes, se requiere entender que salvarnos todos es la verdadera sobrevivencia, dejemos de comportarnos como caníbales urbanos, que a fin de cuentas, somos compañeros de viaje.