Ser padre es una de esas cosas que uno cree entender hasta que le cae encima como un aguacero sin aviso. La gente dice “ser papá” como si fuera cualquier cosa, como si bastara con firmar un papel o dar el apellido. Pero no, ser padre de verdad —de esos que se ganan el título todos los días— es otra historia. Y si encima eres un padre cubano, pues prepárate, porque esa historia tiene de todo: comedia, drama, heroicidad, ternura, lucha, sacrificio, amor a presión y una buena dosis de inventiva criolla.
Porque en Cuba ser padre es algo mucho más profundo que pagar cuentas o dar un techo. Aquí el padre tiene que ser un pulpo emocional, un equilibrista del alma, un mago con un salario que a veces da risa, un albañil de afectos que se construyen con las uñas, un psicólogo sin título y, de paso, un chef sin ingredientes. Todo eso sin perder la sonrisa delante de los hijos, para que nunca les falte la seguridad de que están protegidos, amados y acompañados, aunque el mundo se esté cayendo en pedazos allá afuera.
El padre cubano es un hombre que no solo lucha por llevar la comida a la mesa, también carga mochilas escolares, plancha uniformes a la hora que llega la electricidad, aprende a hacer trenzas con tutoriales y canta canciones de cuna aunque tenga la voz rota de cansancio. Porque la paternidad aquí se ha reinventado. Ahora es también el que seca lágrimas, el que acompaña tareas de Matemática aunque no entienda ni la mitad, el que inventa un disfraz con bolsas de nailon o una merienda con medio plátano y dos galleticas. Y todo eso sin esperar aplausos ni medallas, porque el amor del padre cubano es discreto, sin estridencias, pero firme como un ceibo.
Aquí ser padre implica correr detrás de una guagua para llegar a tiempo a la escuela, explicar por qué no se puede comprar el juguete que otros niños tienen, pero también enseñar a no rendirse, a soñar grande aunque el techo esté bajo. Es mirar a los hijos y decidir todos los días que, por ellos, se puede seguir adelante. Aunque falte el dinero, aunque duelan los pies, aunque uno no tenga respuestas para todo. Porque los hijos vienen sin manual, y cada día es una clase nueva, una lección de humildad y entrega.
Y aunque muchos padres cubanos no digan “te quiero” con palabras, lo dicen con actos. Lo dicen cuando no se compran ese par de zapatos para que el niño tenga mochila nueva. Lo dicen cuando hacen un arroz con cualquier cosa, pero lo sirven con orgullo. Lo dicen cuando regresan de una guardia de 24 horas y aun así se sientan a escuchar cómo le fue a su hija en la escuela. Lo dicen cuando sudan en un surco para poner un plato en la mesa, cuando se parten el lomo sin que nadie lo note, cuando se aguantan el llanto porque “los hombres no lloran” —aunque deberían, porque también sienten.
No es fácil ser padre en Cuba. No lo ha sido nunca, y hoy mucho menos. Con tantas cosas por resolver, con tantas puertas cerradas, con tanta carga encima, a veces lo más difícil no es criar a los hijos, sino no desmoronarse en el intento. Pero aun así, ahí están muchos padres al pie del cañón. Algunos con manos callosas de tanto trabajar, otros con el rostro envejecido antes de tiempo, todos con una historia detrás que nadie les pregunta pero que merece contarse. Padres que crecieron sin tener un modelo, padres que se juraron no repetir los errores del suyo, padres que tropiezan, se equivocan, pero vuelven a levantarse con más fuerza porque entienden que los hijos no necesitan un padre perfecto, sino uno presente, uno que ame con el corazón en la mano.
Y es que en esta tierra donde se hace tanto con tan poco, ser padre es una heroicidad diaria: es pararse frente al espejo y decirse “vamos otra vez”, aunque ayer haya sido difícil, es sostener a la familia incluso cuando el alma está cansada, ser fuerte sin dejar de ser tierno y ser guía sin dejar de aprender.
Porque los hijos no vienen con instrucciones, pero sí con una capacidad infinita para moldearte y empiezas a ver la vida con otros ojos. Lo que antes era importante, deja de serlo. Lo que antes parecía un problema, se vuelve mínimo. Gran parte de la vida gira en torno a esos seres pequeños —y después no tan pequeños— que con una sonrisa o una palabra te recuerdan que vale la pena todo.