Hay personas que pasan la vida dándoles a los demás, sin pedir nada a cambio. Gente que no viste bata blanca ni aparece en los hospitales, pero a diario lidia con medicamentos, dolencias, cambios de ánimo y silencios que duelen más que una fiebre alta. Son los cuidadores: esos héroes de casa que se levantan antes que el gallo, se acuestan después que el ruido cesa y pasan el día pendientes de otro cuerpo, otra voz, otro aliento.
No tienen horario, ni domingos libres, ni vacaciones. Su rutina no descansa. Si hay un dolor, corren. Si falta una pastilla, la buscan aunque el sol reviente. Si el enfermo no duerme, ellos tampoco. Se convierten, sin querer, en enfermeros improvisados, terapeutas con alma, cocineros que preparan papillas con más cariño que técnica. Aprenden a leer el rostro del enfermo como quien descifra un idioma. Saben cuándo hay dolor aunque no se diga, cuándo algo anda mal solo por el modo en que se mueve una ceja o cómo se sostiene la mirada.
Son madres que dejaron de vivir su vejez por cuidar a un hijo con una enfermedad sin cura. Esposas que se olvidaron del salón de belleza porque el esposo no puede sostenerse solo. Hijas que renunciaron al trabajo para poder estar al lado de sus padres postrados. No hay títulos colgados en la pared, pero sí diplomas invisibles de sacrificio, entrega, paciencia.
Y aunque aman profundamente a quien cuidan, muchas veces están al borde del agotamiento. Porque cuidar no es solo físico, también es emocional. A veces tienen que ver cómo alguien que aman se apaga un poco más cada día. Cómo se pierde la memoria, cómo se encoge el cuerpo, cómo ya no recuerdan ni su nombre. Y aun así, ellos siguen. Porque si no lo hacen ellos, ¿quién lo va a hacer?
Nadie les paga horas extras. Nadie les da un diploma al final del día. A menudo ni siquiera reciben un «gracias». En muchas casas, el cuidador se convierte en sombra. En esa figura que está en todas partes, pero a quien nadie ve. Como si su esfuerzo fuera automático, como si estuvieran programados para aguantarlo todo sin descanso. Y no, no es justo.
Los cuidadores también tienen dolores, pero los aguantan. También se deprimen, pero siguen. También se sienten solos, aunque estén rodeados. No por falta de cariño, sino porque el peso que cargan es tan personal que nadie más puede entenderlo del todo. Ellos saben que si se caen, todo se viene abajo.
Y la familia… a veces ayuda. Otras tantas, se ausenta. Hay quienes aparecen solo para opinar, pero no para acompañar. Otros desaparecen por completo. Y el que cuida se queda ahí, entre pañales de adulto, cucharadas de sopa tibia y una fe que no se agota. Porque cuidar también es acto de resistencia.
La sociedad apenas repara en ellos. Pocos hablan de crear condiciones reales para aliviar su carga: descansos, rotación, apoyo psicológico. Todo eso parece un lujo. Pero es una necesidad urgente. Porque cuando un cuidador se quiebra, no se rompe solo: se desmorona la única estructura que mantenía al enfermo a salvo.
¿Quién cuida al que cuida? Esa pregunta flota en muchas casas cubanas como un susurro entre paredes silenciosas. A veces, el vecino se asoma. Otras, el médico de la familia colabora con una palmada. Pero la mayoría del tiempo, están solos. Con amor, sí. Pero también con cansancio, miedo, incertidumbre.
Y aun así, cada mañana vuelven a empezar. Preparan el desayuno, cambian las sábanas, limpian heridas físicas y emocionales. Lo hacen sin escándalo, con esa discreción que solo tienen los que aman de verdad.
Hoy, mientras usted lee estas líneas, alguien está moviendo a un enfermo en una cama para evitarle llagas. Otra persona está preparando una papilla en el carbón con el mismo esmero con que se haría un banquete. Alguien más está limpiando lágrimas ajenas y reprimiendo las propias. Todos ellos forman parte de esa legión invisible de los que cuidan, de los que no descansan, de los que —sin que lo pidan— merecen todo el respeto del mundo.