Al adolescente Luis Álvarez lo conocí en un terreno de béisbol con dos palmas dentro en la ladera de una loma, jugaba short stop. De repente, se llenaron las bases, sin out. Vino a lanzar y cerró el inning con tres ponches consecutivos. Me quedé pasmado, sin palabras. ¿De dónde salió este extraterrestre?, me pregunté, sin encontrar respuesta, a mis ocho años. Más tarde, sabría que era vecino mío. Pronto se convertiría en mi ídolo beisbolero para siempre, con el perdón de los grandes del béisbol nacional de la época: Fidel Linares, Urbano González, entre tantas glorias.
En aquel barrio, atravesado por un zigzagueante camino de fincas de tabaco a un lado y a otro, colmado de palmas, cocoteros y naranjos, con laberintosos trillos que conducen a las montañas por el norte y a la Carretera Central por el sur, dibujado por dos arroyuelos: uno al este y otro al oeste, vivía, algo maltratado por el destino, aquel carismático joven que respondía al nombre de Luis, y que algunas chicas pícaras apodaban el «simpático», en alusión a una que risiblemente dijo, «me gusta ese, el simpático».
En las noches, en el barrio pobre, de pocas luces, aquel joven de gracia y verbo suelto, nos narraba al detalle sus emocionantes experiencias beisboleras, con exageración de movimientos y pasión desorbitada, como si estuviera lanzando el juego de nuevo. Más de 20 niños menores que él éramos el mejor auditorio que humano haya tenido, sin que faltara, entre tantos fiñes algún jodedor que anunciara la venida de una risa con un exagerado pedo real, ido o suelto a propósito. Eran nuestras primeras lecciones de béisbol vividas y bien contadas por el Santo Luis.
Había nacido Luis un año después de haber terminado la Segunda Guerra Mundial en 1945. A los 10 años ya formaba parte de los cubanitos en Pinar del Río. Más tarde, jugaría con la popular novena de Andrés Roja, la cual ganaría una serie de campeonatos municipales al hilo, compartiendo protagonismo en el pitcheo y en el campo corto con el también multifacético talento Paul Remedios. Mientras tanto formaba el equipo Vegueros juvenil de la provincia como lanzador, en el campo corto se movía Santiago «Shago» León. En esta ocasión, lograba la única victoria del equipo tirando juego completo en el Latino frente a los Orientales, jugando de noche. Más tarde relevaría contra los Azucareros en el estadio Palmar del Junco de Matanzas, juego ya perdido.
Una buena noche se apareció en su casa Fidel Linares y Vivo Cartaya para informarle que había sido seleccionado para integrar la preselección a Canadá. Gozaba de buena forma, el brazo estaba tan poderoso como nunca antes. Tiraba tres lanzamientos clave: recta, curva y slider. Era la oportunidad perfecta para darse a conocer, en una época presencial, sin tecnología digital. Entrenaría en el “Latino” y disfrutaría de los buenos hoteles habaneros. Conocería a los grandes del béisbol cubano, quienes les traerían conocimiento y cultura del béisbol: entrenamiento, disciplina, rapidez, fortaleza, inteligencia y agresividad.
Su actuación en el entrenamiento impresionaría profundamente a Natilla Jiménez, experto del béisbol en Cuba. Una noche, Natilla lo probaría como jardinero central, y comentaría: «Ese es el guineo pinareño, pero no lo puedo mover a los files, porque es uno de los mejores lanzadores que tenemos». Aquella noche Luis bateó de cinco tres, incluyendo un home run. Más tarde, Natilla le comentaría al discípulo: “El próximo año serás el mejor jardinero central del béisbol juvenil de Cuba», a lo que Luis respondió: “¿Qué usted dice, yo?”, y Natilla le respondió con certeza: «¡Sí, tú!». El resultado del entrenamiento, según la hoja clínica que elaboraban los observadores expertos, fue el siguiente: buena velocidad, excelente curva y buena zona de strike, además de buen viraje a las bases.
De aquella preselección, Luis recuerda como compañeros a una constelación de estrellas: Santiago «Shanga Mederos», Emilio Salgado, Lázaro Santana, Oscar Romero, Agustín Marquetti y el sanjuanero Efraín Hernández «Camarón». Como directivos aparecían Natilla Jiménez, Juan Ealo, Agapito Mayor y Martín Digo. Finalmente, Luis no pudo realizar el viaje debido a dolencias en el brazo.
Respecto a su estancia en la preselección, en entrevista concedida, nos diría:
“Jugar en el ‘Latino’ fue lo más emocionante que me ocurrió en el béisbol. No sabía ni que existiera. No sabía que se jugaba con luces, de los intensos entrenamientos y las nuevas técnicas de juego. Es una maravilla jugar de noche. De La Habana no sabía nada, de los grandes centros de recreación, del Hotel Nacional mirando al mar, de la música, el baile, el Malecón. Aprendí que La Habana era mucho más que el barrio en todos los sentidos. Sobre todo, aprendí que el béisbol es costoso y lleva mucho dinero”.
El juego que más recuerda Luis fue en el estadio 26 de Julio, de Artemisa, discutiendo el Campeonato Provincial Juvenil contra el estelar Emilio Salgado, de Los Palacios. Lanzó todo el juego y perdió una por cero. La derrota le costó varias noches sin dormir, esperando el hit de sus compañeros que nunca llegó. Desde entonces, su respeto y admiración por su contrincante creció por las hazañas que este logró en tiempos en que Pinar del Río apenas tenía equipo nacional.
La jugada más emocionante la recuerda Luis cuando, lanzando en la preselección contra el “Habana”, le disparan una línea que se abre por la banda izquierda, la corta Camarón al primer bound, y realiza un tiro de misil que pone la bola de aire encima de la almohadilla del home para congelar al corredor que venía desde segunda base con la carrera del gane del “Habana”. Narra Luis que a Natilla se le fue una frase, «no, ese tiene que ser catcher». Desde entonces, Camarón (EPD) se convertiría en el imparable receptor del equipo de San Juan y Martínez, y los Forestales pinareños, en ocasiones.
Considerado un fuera de serie, después de sus entrenamientos en La Habana, pitcheaba sábado y domingo, seguía tirando piedra a los mangos y pelotas contra un muro al profesional Emilito Pérez para que bateara durante un entrenamiento manigüero. El brazo sufrió las consecuencias. No obstante, sería seleccionado para formar parte del fuerte equipo de primera categoría del municipio de San Juan y Martínez como short stop, compartido con José Puentes «El Tejero», donde parecía que no habría lugar para él debido a la presencia de excelentes peloteros. Con respecto a su estadía en el equipo sanjuanero, nos contaba:
“Ese primer juego no se borra de mi mente. Fue el día que entré orgulloso al estadio vistiendo la franela del equipo grande de San Juan, un minuto antes de comenzar el juego, después de haber andado a pie cuatro kilómetros de mi barrio a la ciudad. El público aplaudía delirantemente y yo caminaba erguido seguido de una mole de aficionados que apenas conocía. Fue el día más hermoso de mi vida, aun cuando ya me sentía con dolores en el brazo. Jugué short stop y bateé de tres dos. Esa noche no puede dormir recordando mi primer juego con los grandes de San Juan, donde habían pisado tierra primero Linares, Silvio Duarte y el «Cote» Páez, entre muchas glorias del béisbol que ha dado la tierra del mejor tabaco del mundo”.
Su talento beisbolero encontró espacio en su pasión para convertirlo en símbolo de los barrios sanjuaneros de Santa Damiana y Río Seco, entre otros. Sabía tocar la bola, robar bases, correr, batear y coger en todas las posesiones en el béisbol de manigua, y brillaba en el campo corto y en el pitcheo en el béisbol juvenil, de segunda y de primera categoría. Sin embargo, tal vez era su estilo lo que más impresionaba al púbico: su seguridad con el guante, el terreno que cubría, su elegancia en los movimientos, su gracia al andar en el campo, su inteligencia, su parecido con los grandes artistas del béisbol mundial y nacional.
Con sus guantes, pelotas y bates jugaríamos todos los fiñes del barrio a partir de la década de 1960. Ciertamente, su naturalidad y sencillez, capaz de tomarse ocho o 10 vasos de limonada o jugo de mango durante un juego, lo convertían en un ser querido y admirado por aficionados y gente de barrios. Los vendedores lo seguían para buenas ventas de sus extremadamente baratos jugos hechos en casa, cinco centavos, en temporadas en que los quilos en los bolsillos estaban escasos.
Entre fiestas, playas, mujeres y bebidas su talento fue profundamente herido. Su fama se desvanecía. Entonces se dio cuenta de que no iría más lejos, estaba vencido, colgó los guantes e incursionó en la preparación de jóvenes hasta dedicarse por completo a su hogar, su profesión: la refrigeración, y el seguimiento al béisbol a distancia. «Desde entonces he sido diferente», nos cuenta, «pero vale la pena vivir por las glorias pasadas».
A pesar de los pesares, Luis Álvarez sigue siendo uno de mis dioses griegos, con el perdón de ellos. Hoy Luis vive en la cuidad de Pinar del Río y camina media lengua hasta el estadio Capitán San Luis para ver a las glorias de hoy, muchas veces pensando qué será del planeta con tantas guerras y gente muriendo; no obstante, sabe bien que una cosa es en el terreno y otra cosa es desde las gradas.
Por: doctor en Ciencias Rodolfo Acosta Padrón