Luisa no olvida el día en que fue señalada en la escuela primaria por sus tenis rotos. No fue necesario un golpe para marcar su alma, bastó una palabra mordaz, una risa en el momento más vulnerable y un empujón en el pasillo que dolió en el cuerpo y el espíritu. El bullying no es nuevo, pero su intensidad, sus formas disfrazadas y la indiferencia social que lo rodea, lo convierten en una amenaza cada vez más peligrosa.
En cada escuela, barrio o entorno laboral, hay miradas que esquivan, hay pasos que tiemblan, jóvenes que fingen estar enfermos para evitar la clase, niños que bajan la cabeza para no ser el blanco, adolescentes que sonríen por fuera y se derrumban por dentro, porque la violencia, cuando se repite, se vuelve rutina, y cuando se naturaliza, se convierte en cultura.
Hay silencios que gritan, como el de Marlon, un chico de Pinar del Río que se cansó de bajar la mirada y hastiado ante la exclusión y la agresión prefirió quitarse la vida. Hay gestos pequeños, casi imperceptibles, que revelan una gran verdad: algo no anda bien.
Cada vez que una niña, un joven o incluso un adulto es blanco de burlas, exclusión o violencia, se activa una alarma social que a menudo se ignora. El bullying —o acoso escolar— y la violencia en cualquiera de sus formas no son hechos aislados, son síntomas de un problema profundo: la falta de educación emocional, de respeto, de compromiso con la dignidad ajena.
En Cuba, como en el mundo entero, estos fenómenos no son ajenos. Aunque muchas veces se disfrazan de “chanzas inocentes” o “cosas de muchachos”, sus consecuencias pueden marcar la vida entera de quienes las sufren. Más allá del aula, el bullying se traslada al barrio, a la calle, a la red digital, e incluso a los espacios familiares, puede adoptar rostros sutiles —como la indiferencia, la marginación, el rumor— o formas más evidentes —golpes, insultos, amenazas—, pero siempre deja una huella.
Hablar de bullying es hablar de dolor sostenido en el tiempo, recordar que en cada escuela hay al menos un estudiante que no quiere regresar mañana, reconocer que detrás de muchas notas bajas, de ausencias frecuentes, de rabietas sin causa aparente, hay un sufrimiento que necesita ser visto.
La violencia es un monstruo, se alimenta del silencio y muchos, en lugar de enfrentarla, la justifican, pero no hay crecimiento en la humillación, no hay aprendizaje en la burla, ni resiliencia en el desprecio. Lo que sí hay es trauma, ansiedad, fobia escolar, intentos de autolesión, y en los casos más extremos, ausencias irreversibles.
Las repercusiones negativas del bullying se extienden como ondas en el agua. No solo afecta a la víctima, el agresor también paga un precio: se entrena en la intolerancia, normaliza el daño, pierde la capacidad de empatizar y quienes observan sin actuar, aunque no lo sepan, aprenden que callar también es una forma de violencia.
¿Quiénes son los responsables? Todos. Porque cuando se normaliza el chiste cruel, se celebra al más fuerte a costa del más débil, se ignora al que llora, se está alimentando un círculo de violencia, pero también todos podemos ser parte de la solución, pues la transformación comienza con la educación.
Una educación que no solo se centre en contenidos académicos, sino que forme ciudadanos conscientes, empáticos, capaces de convivir desde la diferencia. Educar es enseñar a respetar, a ponerse en el lugar del otro, a decir “basta” ante la injusticia. Educar también es escuchar, no solo oír, sino prestar atención real a lo que los niños y adolescentes sienten, piensan y temen.
Pero el problema no termina con la infancia. El bullying crece si no se detiene y muchas veces se convierte en violencia doméstica, acoso laboral, intolerancia en redes sociales o comportamientos antisociales. Por eso, es imprescindible intervenir a tiempo, no basta con castigar al agresor: hay que entender su historia, trabajar con sus emociones, prevenir su reincidencia y mucho menos se debe responsabilizar a la víctima, pues nadie merece ser humillado por su aspecto, por su forma de hablar, ni por su orientación, ni por sus ideas.
La sociedad cubana, con su fuerte tradición educativa y humanista, tiene herramientas valiosas para enfrentar este desafío. Existen docentes sensibles, psicólogos comprometidos, familias dispuestas a apoyar, pero aún falta un tejido más firme, una cultura del respeto que se respire en cada rincón, así como constantes programas escolares de formación emocional, espacios de mediación, campañas de sensibilización y participación juvenil y sobre todo, debe cultivarse un lenguaje distinto, uno que sane en lugar de herir.
También es urgente dotar a niños y adolescentes de herramientas para enfrentar situaciones difíciles, no desde la violencia, sino desde la palabra, la autoafirmación, la inteligencia emocional. Saber decir “no”, pedir ayuda, defender a otros, denunciar con responsabilidad, son habilidades que deben enseñarse desde la primera infancia, porque el respeto no nace solo, se cultiva.
Y en todo este proceso, la familia tiene un papel irremplazable. Un hogar que escucha, guía, que no valida comportamientos agresivos, que acompaña a sus hijos con amor y firmeza, es el primer escudo contra el acoso, porque muchas veces, quien agrede es también alguien que ha sido herido, ignorado o deformado por modelos equivocados.
No se puede hablar de una sociedad justa si aún hay niños que temen ir a la escuela. No puede hablarse de educación de calidad si no se garantiza seguridad emocional y no hay verdadera libertad cuando se vive bajo el yugo del miedo, por eso, más allá de las normas y los reglamentos, el cambio debe ser cultural, debe partir de cada palabra que decimos, cada gesto que ofrecemos, cada espacio que compartimos.
El bullying y la violencia no son modas pasajeras, son alertas urgentes y el único antídoto verdadero es una educación que abrace, incluya y transforme. Educar no es solo instruir: es construir futuros más humanos y eso comienza, sin duda, por aprender a no dañar.